viernes, 28 de diciembre de 2007

I'm Not There

Todd Haynes es una de las perlas del cine americano actual, y ya demostró en Velvet Goldmine que era capaz de afrontar el cine desde una lógica más musical que narrativa, lo cual le convertía en el director ideal para llevar a la pantalla un proyecto como éste. Y realmente parece haber puesto todo su talento en esta obra, inspirada en “la música y las múltiples vidas de Bob Dylan”, como confiesa al principio, a través de seis personajes distintos, interpretados por tantos actores, que cubren las personalidades y épocas más representativas del genio de Minnesota. Es, como dicen por ahí, un lienzo, pero puramente abstracto, en el que Haynes vierte todas sus influencias experimentales para contar la historia de una forma desordenada, sin linealidad temporal, con cambios a veces bruscos entre personajes y tonos, narrando hechos reales pero también leyendas y fragmentos inventados sobre Dylan para dar forma no sólo a su historia, sino para reflexionar sobre el arte y el propio artista, palabra para la que el señor Zimmerman es probablemente el mejor representante del siglo XX. Haynes juega a despersonalizar a la persona, a universalizarla, a mostrar el conflicto y el compromiso del artista con su gente, que muchas veces se acaba oponiendo a la propia innovación artística a la vez que compromete su vida personal.

Pero no pretendo asustar con lo anterior. Con todo el caos narrativo, I’m Not There no es una película difícil. Es divertida, emocional y brillante en estilo, con una dirección sobria y elegante, una fotografía adaptada a cada capítulo que luce sobre todo en el ominoso blanco y negro de su etapa sesentera y los mugrientos tonos verdes de su infancia, aportando un contraste entre sus diferentes vidas que lleva al principal problema del film, su irregularidad. Abarcando tanto es obvio que haya pasajes algo menos interesantes y que palidecen al lado de los mejores, sobre lo que hay que destacar obviamente el de Cate Blanchett, por su enorme interpretación y sobre todo porque se centra en la época más fascinante, creativa y polémica de Dylan, la segunda mitad de los sesenta; aunque personalmente también me ha cautivado el Dylan “forajido” de Richard Gere, sin duda el capítulo más extraño y abstracto pero también encantador y mágico de la obra, con el actor americano encontrando el punto exacto al tono del fragmento con su interpretación lacónica y la imaginativa dirección artística, amén de esa preciosa tonadilla fúnebre interpretada por Jim James y Calexico, una de muchas versiones que aparecen en el film, realizadas mayoritariamente por gente de la música alternativa como Sonic Youth, Stephen Malkmus, Yo La Tengo o Anthony, algunas bastante majas aunque no tengan nada que hacer con las originales de Bob, con su Stuck Inside of Mobile que abre gloriosamente la película, con el Like a Rolling Stone que la cierra o con la joya perdida que es la propia I’m Not There, grabada con The Band en la época de las Basement Tapes. Eso sí, mención especial a la interpretación de Ballad of a Thin Man, con Stephen Malkmus en audio y Cate Blanchett en imagen, en el mítico concierto del Royal Albert Hall de 1966, y su posterior discusión con el público filmada tal como está recogida en la propia cinta del concierto.

Puede que esta película no sea el biopic que los fans de Dylan esperaban, pero eso no quita el mérito a un film al que hay que alabar su ansia de innovación y su innegable calidad artística. Ahora le doy un 8 y poco, pero probablemente acabe subiendo su nota, porque es una de esas películas que, pasadas modas estúpidas, ganará con el tiempo. Haynes lo ha vuelto a conseguir.

Nota: 8,4

jueves, 6 de diciembre de 2007

Control


Aunque venga etiquetada como tal, Control no es un biopic. Empieza narrando la temprana juventud de Ian Curtis, mostrando hechos conocidos de ella (donde dibuja un importante parecido argumental con 24 Hour Party People, la estupenda (y muy diferente) película de Winterbottom), pero cuando realmente empieza a brillar es cuando deja atrás esos datos para hablar del alma y de los sentimientos de una persona tan confusa, sombría y lúcidamente trágica como Ian Curtis, el cantante de los aún hoy inimitables Joy Division. Sabemos la historia (para los que no la sepan están precisamente esos primeros minutos más "objetivos"), pero lo que no se espera es un relato tan profundo y emocional sobre la vida como el que realiza Corbijn. Ian es casi sólo un pretexto para introducirse en la mente de una persona atormentada por sus actos pasados, atrapado en una vida insatisfecha e incapaz de satisfacer las exigencias espirituales que implican las expectativas de su banda y su familia. Un retrato crudo y oscuro sobre un alma que no necesariamente eligió el camino correcto y que desde luego anda bastante lejos de lo que suelen trazar los típicos biopics heroizadores hollywoodienses, lo cual de por sí sólo ya sería algo positivo pero que aquí realmente funciona porque Corbijn sí que logra transmitir todas las emociones, toda la tristeza y toda la poesía que pretende la historia.

Mención aparte para el apartado técnico. El tratamiento visual es realmente impresionante. Está la fotografía en blanco y negro, brillante y decadente como la música que hace la banda del protagonista, pero aún mejor es la forma en que compone la imagen, sus encuadres y el ritmo que imprime. Y, por supuesto, la música, tan buena como siempre pero con el aliciente de esas muestras de las actuaciones en directo de la banda, rodadas de forma totalmente fiel a cómo nos han llegado los escasos documentos de Joy Division en directo, e imitando el sonido ruidoso y agresivo que gastaban en el directo, lo cual tiene aún más valor teniendo en cuenta que realmente son los actores que interpretan a los cuatro integrantes de la banda quienes están tocando. Y Sam Riley, que por momentos no interpreta a Ian Curtis, es Ian Curtis. Es un film espléndido y uno de los mejores del 2007, sin duda.

Nota: 8,9

domingo, 18 de noviembre de 2007

Reckoner

Bueno, por si no lo sabéis, el nuevo álbum de Radiohead es muy bueno. Algún día haré una crítica más detallada, pero la impresión general es esa. Esta es mi canción favorita del disco, y por cierto suena mucho a Talk Talk. Regalito de los de Oxford.


domingo, 4 de noviembre de 2007

Talk Talk - Laughing Stock


¿Cómo empezar la crítica de una obra maestra? Quizá evitando usar el término, para no parecer tan poco imparcial desde el principio. O quizá contando algo sobre sus autores, por aquello de que parece que van a pasar a la historia como una de las bandas más influyentes y olvidadas de su época.

Talk Talk fueron una de las bandas más populares de aquel synth pop que tuvimos (bueno, tuvieron, que yo aún no estaba presente) que sufrir a principios de los ochenta. Sus dos primeros discos tuvieron bastante éxito, pero fue el tercero (The Colour of Spring) el que dio suficiente pasta a su discográfica como para dejarles más libertad artística para grabar su nuevo disco. Algo de lo que se arrepentirían al oír Spirit of Eden: un álbum atmosférico, totalmente orgánico y con ligero regustillo a jazz, ni rastro de sus sintetizadores, sin singles, y sin gira, por la imposibilidad de reproducir su complejidad en directo. Claro, la compañía les echó, y también les abandonó el bajista Paul Webb, dejando la banda en manos de su guitarrista y cantante, Mark Hollis, que consiguió con el último álbum de la banda tocar el cielo e inventar prácticamente, junto a otra de las obras imprescindibles de aquel glorioso 1991 (el Spiderland de Slint) aquello que luego se llamaría post-rock.

Entrando en materia, Laughing Stock sólo puede encontrar comparación en su predecesor, o como mucho en el trabajo de otra banda criminalmente olvidada, Bark Psicosis, y aún así suena mucho más experimental y complejo. Es un disco más centrado en el conjunto que en sus canciones individuales, liberadas totalmente de estructuras y sin nada parecido a un estribillo o un pasaje pegadizo. El sonido se basa en la guitarra reverberada de Hollis y algún organillo o piano, con la presencia de batería o percusión muy jazz que entra en ocasiones. Y sobre eso, un manto de harmónica, violas y cellos que aparecen y desaparecen anárquicamente, llenando el silencio que dejan los demás instrumentos. Y sí, es ese silencio lo que más caracteriza este disco. Con permiso de aquellos pioneros del sello 4AD, poca gente ha tratado con más maestría las atmósferas que Mark Hollis. Con la excepción de Ascensión Day, lo más parecido a una canción que hay aquí, Hollis hace poco menos que esculpir ese silencio, creando un mundo etéreo sacudido por alguna oleada de distorsión concentrada y su extraña voz, la otra seña inconfundible de su obra, una vez de tenor a la que constantemente parece sacar más de lo que puede dar.

Tres de las pistas (Myrrhman, Taphead y Runeii) ni siquieran incorporan percusión, y muestran el punto álgido del disco en cuanto a experimentación. Ascensión Day y After the Flood son las dos pistas más convencionales, con un ritmo definido, su línea de bajo y la guitarra más definida. Pero el pico emocional es sin duda New Grass, una canción que debería exhibirse en un museo si pudiese tener una expresión física. Un ritmo percusivo hipnótico que se repite sin parar, un órgano inaudible, un piano apenas marcando las notas y la guitarra casi celestial de su líder. Y su voz, impresionante, aunque sin duda el mejor momento sea cuando, sobre el minuto 6 de la canción ésta desaparece, así como la guitarra y el organo, dejando a la percusión flotando y viendo como las violas y el piano entran y se van como si quisiese captar el sonido de las mareas, y creando uno de los ambientes más devastadores y a la vez bellos, sobre todo, que he tenido el placer de escuchar. Es, como decían de ella en allmusic, un pedacito de cielo, una de las mejores canciones que se han hecho nunca, el génesis de todo lo bueno que tiene ese post-rock que hoy en día, por popularidad, parece haberse desvirtuado y apartado de su intención original. Y aunque todo el disco no tenga su nivel, sigue manteniéndose como una obra maestra.

Nota: 9,8

jueves, 23 de agosto de 2007

Atmosphere

Aprovechando que Anton Corbijn está a punto de estrenar Control, el biopic que ha realizado (en escrupuloso blanco y negro, claro) sobre Ian Curtis, he aquí el vídeo-homenaje que el director holandés realizó en 1988 para una de las mejores canciones que se han hecho nunca, en escrupuloso blanco y negro.

martes, 21 de agosto de 2007

Hot Fuzz


Las distribuidoras no paran últimamente de protestar por la crisis de la industria del cine, y tardan poco en echar las culpas a los aficionados y a internet. Y tienen razón. Somos unos desalmados, y no valoramos como se debería el trabajo de las santas distribuidoras, que no paran de esforzarse por el bien del cine. Pongamos como ejemplo esta película, Hot Fuzz, película británica estrenada a principios de 2007 en su país de origen y poco después en EEUU, en ambos sitios con muy buenas críticas y cifras de taquilla razonables. Pero no en España, claro, porque nuestras distribuidoras nos quieren tanto que en vez de, simplemente, estrenarla, nos hacen sentir especiales al gastar bastante tiempo y dinero en doblar el film, con el consabido esfuerzo que supone el cargarse las actuaciones de los intérpretes y probablemente la mitad de las gracias del film. Ah, y contratan a un grupo de luminarias que deciden que el título es muy vulgar, y que mejor cambiarlo por algo como “Arma Fatal”, que queda mucho más chulo. Bueno, y retrasan su estreno aquí unos nueve meses, para que por entonces ya haya salido en dvd en su país de origen y circule por internet un bonito ripeo con buena calidad y unos subtítulos que nos permitan ver la versión no-mutilada de la película. Y claro, nosotros nos la descargamos, porque somos así de malos, y la vemos.

Hot Fuzz es la nueva película de los tipos que hicieron la genial Shaun of the dead (aquí “traducida” como “Zombies Party”), esto es, el director/guionista Edgar Wright, el actor/guionista Simon Pegg y el cómico Nick Frost. Pegg intepreta a Nicholas Angel, un superpolicía de Londres, tan bueno que sus compañeros están hartos de que les eclipse por lo cual consiguen que le trasladen a Sandford, un pequeño pueblo de la campiña británica donde aparentemente nunca pasa nada, pero con un alto nivel de “extraños accidente”. Allí se hace rápidamente amigo de Danny Butterman (Frost), un policía torpe y algo infantil obsesionado con las películas de acción policíaca y que siente que se está perdiendo la acción de la profesión. Y soy incapaz de explicar más sin volver a referirme a Shaun of the Dead. Para los no iniciados, aquella era, simplificando, una parodia del cine de zombies. Pero era algo más, era una peli de zombies. Quiero decir, una hilarante y llena de referencias, pero una película coherente e inteligente, lejos de esas parodias descerebradas tipo Scary Movie que suelen venir de los USA. Y es necesario entender eso para entender Hot Fuzz, una película de acción llena de referencias al género (especialmente las buddy movies tipo, sí, Arma Letal), espectacular y con un ritmo trepidante, tanto que a veces parece ser una más del género, mimetizando con tanta precisión el cine de gente como Michael Bay que asusta, pero que en todo momento no hace más que imitar todos los clichés del género y darlos la vuelta para crear una de las comedias más inteligentes desde, probablemente, la anterior película del trío responsable del film. Y, además, es prácticamente inmaculada técnicamente, con un montaje y unos efectos perfectos, y con unas actuaciones brillantes tanto del tándem Pegg/Frost como del resto del reparto, que incluye a ilustres secundarios británicos como Timothy Dalton, Jim Broadbent, Paddy Considine, Bill Nighy o Steve Coogan.

Siento haberme espesado tanto, pero sólo intento explicar bien qué es y qué no es esta película. Porque, cuando decidan estrenarla, aparte de la infame traducción seguro que veremos cómo intentan ocultar la verdadera intención de la película camuflándola como una simple película de acción, pero nunca publicitándola tanto como para que la mayoría del púbico se entere de que existe, logrando una vez más que una buena película pase totalmente inadvertida en nuestro país y acabe relegada al olvido al que enviaron a su predecesora. Y es una lástima, porque es fácilmente una de las mejores películas del año.
Nota: 8

lunes, 23 de julio de 2007

Drugstore Cowboy


Ay, Gus. Visto cómo evoluciona tu carrera parece que, en el futuro, la gente sólo recordará tu nombre por el triste remake de Psicosis o por tus últimos y algo cargantes experimentos sobre la vacuidad (por decirlo suavemente). Como mucho, alguien te recordará por la simpática El indomable Will Hunting. Pero nada más.Y es que ya nadie se acuerda que un día, hace más de una década, fuiste una de las puntas de lanza del entonces incipiente cine independiente americano. Todo por un sueño y Mi Idaho privado son dos películas estupendas, pero con este Drugstore Cowboy realmente tocaste el cielo.

Drugstore Cowboy, segundo y capital film de Gus Van Sant, narra la vida de una banda de cuatro yonquis que se dedican a mantener su adicción atracando farmacias por el noroeste americano, a principios de los setenta. Bob (Matt Dillon), Diane (Kelly Lynch), Rick (James LeGros) y Nadine (Heather Graham) viven constantemente acosados por la policía, con lo que deciden huir de su Portland natal y probar suerte en el interior, soñando con un gran golpe en algún hospital, pero las cosas no siempre salen bien, y empiezan a replantearse si realmente les compensa su vida de adictos. Y no, no se trata de una película moralista sobre las drogas, ni mucho menos. El mayor acierto del film es precisamente la ausencia de juicios de valores sobre la conveniencia de la vida de unos y otros, y se dedica a exponer fiel y crudamente estas vidas, y cómo estos yonquis ven generalmente negado su sitio por la mayoría de la sociedad. Dillon, genial, encarna la esperanza de alguien que sólo busca intentar vivir su vida de la mejor forma posible, sin molestar a los demás, pero que ve la imposibilidad de hacerlo ante el acoso de un abusivo agente de policía obsesionado con acabar con su carrera delictiva. También aparece por ahí el poeta beat William S. Burroughs, en un impagable papel como viejo sacerdote drogadicto rechazado por sus hábitos y que ofrece una de las reflexiones más lúcidas sobre la droga que se han visto en el cine.

Antes de crear impresiones equivocadas, debería puntualizar que esto no es una película sobre yonquis al uso. Aquí no hay personajes demacrados viviendo entre la mugre del suburbio de una gran ciudad. De hecho, lo único inverosímil sea el eso. Los yonquis nunca fueron tan guapos. No es un film realista sobre las drogas, sino más bien una reflexión sobre gente apartada de la sociedad que la empareja directamente con películas añejas como Malas tierras o Cowboy de medianoche que con cualquier película sobre adictos. Y si no llega al nivel de aquellos films míticos es por pequeños fallos estilísticos debidos a su época (era 1989, la estética por entonces se ve hoy demasiado obsoleta, y eso se nota aquí sobre todo en la música y en la elección de algunos planos un tanto estridentes, aunque el estar ambientada en los setenta nos libra al menos del vestuario hortera que se gastaba en el 89). Aparte de eso, es realmente una película excelente, la mejor de Van Sant y una de las imprescindibles de la primera hornada de cine indie norteamericano. Muy, muy buena.
Nota: 8,5

lunes, 28 de mayo de 2007

Hedwig and the Angry Inch



Yo convencido de que ya lo había visto todo y de que nada me podía volver a sorprender. Y entonces descubrí a Wim Wenders, y a Wong Kar-Wai. Han sido unos meses moviditos babeando ante la pantalla presenciando el talento de estos dos realizadores, ejemplo perfecto del director “exótico” (uno alemán y otro de Hong-Kong) que logran maravillar con su fabulosa técnica y su estilo alejado de los convencionalismos del cine comercial. Por algo los de las dos W son referentes del mejor cine contemporáneo. Pero oye, que no me esperaba yo que la siguiente sorpresa llegase de un joven autor americano salido de Broadway y sin ninguna experiencia previa en el cine, que rompió moldes escribiendo el musical y dirigiendo y protagonizando su posterior adaptación cinematográfica. Un chaval llamado John Cameron Mitchell que me ha dejado embobado con su maravillosa ópera prima, Hedwig and the Angry Inch

Decían en Todo sobre mi madre, que sigo reivindicando como uno de los mejores films del cine patrio, que uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo. Pues bien, la pobre Hedwig representa el lado oscuro de esa cita. Hedwig es un chaval nacido en Berlín oriental que creció alimentándose de la música que captaba de la radio de una base americana cercana, con predilección especial hacia el glam rock de los primeros setenta. Ha pasado mucho desde entonces, y la pobre Hedwig, que se fue a Estados Unidos a triunfar en la música, está en crisis. Una mujer fallida, una estrella fallida, una amante fallida. Vive obsesionada con un ex-novio(Michael Pitt, que sin hacer ruido se está haciendo con una filmografía muy interesante) que tuvo y que, aparte de abandonarla, le robó sus canciones, con las que ahora se ha convertido en un ídolo. Así que Hedwig le sigue, dando conciertos paralelos en locales de mala muerte para intentar ensombrecer la presencia de su traidor y reclamar sus composiciones. Y mientras las presenta, mientras las interpreta y mientras le cuenta batallitas a todo aquel dispuesto a escuchar, Hedwig nos va contando su vida. Desde luego, es una estructura novedosa para este musical que es todo menos convencional, y que se sale de los clichés del género estando más cercana de films como Velvet Goldmine, también centrado en la brillantina y cuyo director, por cierto, aparece en los agradecimientos del film. La diferencia es que, mientras aquella era una película sobre la música, la que aquí nos ocupa sólo la usa como medio para hablar de la frustración y la necesidad de aceptación del ser humano, a través de un transexual de aspiraciones musicales y de una música que, por cierto, es maravillosa. Está compuesta por un tal Stephen Trask e interpretada por su banda, los Angry Inch del título, con alguna colaboración ilustre como la de Bob Mould. Por supuesto, es puro glam, con esa mezcla de guitarras sucias, rockeras irresistibles y baladas brillantes que suelen abundar en el género de Bowie, que es una vez más la referencia inevitable.

Me resulta incomprensible, pero aún sigue habiendo, sobre todo por estas latitudes, muchos detractores de Almodóvar. Lo mejor es que suelen serlo sin siquiera haber visto nada suyo, y siempre usan la misma reprimenda (lo retorcido y lascivo de sus personajes), sin siquiera intentar ver lo que hay más allá del envoltorio. Por lo mismo, Hedwig and the Angry Inch será durante mucho tiempo objeto de ataque de gente rancia ensimismada en sus prejuicios e incapaces de aceptar la presencia de alguien como Hedwig en la pantalla. Bueno, como diría mi abuela, es su problema. Como el manchego, esta película de Cameron Mitchell tiene algo, pasión, que muy pocas películas de hoy consiguen alcanzar, y que a este le sobra a raudales. Un chaval destinado a revolucionar la mentalidad del nuevo cine americano (su nueva película, Shortbus, también se las trae). O, al menos, a revolucionar nuestro espíritu.

Nota:9

martes, 1 de mayo de 2007

Rushmore





A pesar de haber pasado mayoritariamente desapercibido en nuestro país, Wes Anderson se ha labrado en los últimos años un prestigio como uno de los directores más importantes del nuevo cine norteamericano. Su debut, Bottle Rocket (1996), era una medio fallida comedia que, a pesar de su falta de consistencia, ofrecía algunos detalles muy prometedores: el humor absurdo y algo oscuro, la elegancia de las imágenes, lo bizarro de sus personajes, el protagonismo de los hermanos Wilson (Owen y Luke), la gran banda sonora... detalles que dejaban la impresión de que a la película, y al propio Anderson, le faltaba un puntito para destaparse del todo con algo magistral. Ese elemento perdido podría ser, fácilmente, Bill Murray. Uno de los grandes cómicos del pasado, Murray llevaba unos años (desde la magnífica Ed Wood) algo perdido, dando tumbos entre subproductos y apariciones secundarias. Hoy en día ha vuelto a lo más alto, combinando esa unanimidad de crítica y público que ha cosechado con películas como Lost in Translation de Sofia Coppola o Flores Rotas de Jarmusch. Y sí, parte capital en esa recuperación la tiene Anderson y su papel en Rushmore, aunque antes de hablar sobre él habría que hablar un poco de la película en sí.

Rushmore gira en torno a tres personajes. Max Fischer (Jason Schwartzman, sobrino de Coppola, en su debut en el cine), un quinceañero de familia humilde estudiante de la prestigiosa Academia Rushmore, colegio de gente privilegiada al que accedió con una beca y donde disfruta de una posición notable gracias a su pasión por las actividades extraescolares, algo que se ve incompatibilizado con su rendimiento escolar, que siempre le mantiene al borde de la expulsión. Una cita de Jacques Cousteau escrita en un libro de la biblioteca lleva a Max a conocer a la señorita Cross (Olivia Williams), profesora de Rushmore de la que se enamora, sin querer aceptar la imposibilidad de su relación por la diferencia de edad. El último en discordia es Herman Blume (Murray), un magnate industrial padre de dos alumnos de Rushmore que vive en crisis totalmente desencantado con su vida y su familia, y que encuentra en Max un amigo con quien compartir miserias y, poco después, el amor por la misma mujer.

Bajo esa apariencia de comedia romántica de instituto, el guión (del propio Anderson y el actor Owen Wilson) desarrolla una profundidad y emocionalidad enorme gracias básicamente al desarrollo de esos tres personajes, y sobre todo de sus respectivos intérpretes: el antes citado papel de Bill Murray, que consigue llevar toda la desesperación y angustia de un hombre atrapado en su vida a su rostro, con ese estilo lacónico que tan bien le funcionó en Lost in Translation, pero cargando al personaje de una ironía y cinismo en ocasiones casi delirante que demuestra porque es uno de los grandes de la comedia. Sin llegar a su nivel (es difícil), Olivia Williams crea un personaje absorbente y frágil cuyo encanto detona la relación entre los protagonistas y que realmente enamora a cualquiera que vea la película; y el debutante Schwartzman, con su personaje de adolescente excéntrico, autosuficiente y algo repelente que ve cómo su mundo (su “Rushmore”) se desmorona y se ve obligada a pasar a la madurez a base de palos, olvidando sus sueños y grandes aspiraciones y viendo cómo a veces hay que conformarse con lo que tenemos.

Todo esto suena muy dramático, y lo es, pero Wes Anderson logra enterrar esa emocionalidad bajo un humor y, sobre todo, un estilo soberbio que hacen de la película todo un festín visual con sus preciosos movimientos de cámara, el uso magistral de la cámara lenta (¿por qué se usa tan poco en la actualidad?) y la banda sonora, llena de temazos de la British Invasion incluyendo Cat Stevens, John Lennon, The Who o Faces y del score de Mark Mothersbaugh, ex-líder de Devo. En resumen, Rushmore es uno de esos ejemplos de comunión entre diversión, belleza, profundidad e inteligencia que sólo unos pocos elegidos logran, y que la convierte en una de las mayores joyas del cine reciente.

Nota: 9,5

martes, 17 de abril de 2007

Heart of Gold


Los documentales vuelven a estar de moda. Ya sea con extraños productos o frikadas en general como Capturing the Friedmans o Tarnation, y con blockbusters de la talla de Bowling for Columbine o Una verdad incómoda, el género parece vivir un ligero resurgir al que por supuesto se ha añadido el musical. Películas como The Fearless Freaks (sobre los Flaming Lips) o I Am Trying to Break Your Heart (sobre Wilco) también han llevado la música a las salas de cine, pero aún así eran más documentales que películas de conciertos, género que vivió sus esplendor a finales de los 70 y principios de los 80 y que hoy ya parece relegado al DVD comercial. Por suerte andaba cerca Jonathan Demme (ganador del Oscar por El silencio de los corderos y director de una de las mejores películas musicales que se han hecho, Stop Making Sense, en la que retrataba un concierto de los Talking Heads). Demme es amigo de Neil Young desde principio de los noventa, cuando le filmó en The Complex Sessions. Y Young, recuperado de su reciente aneurisma cerebral, tenía nuevo disco (Prairie Wind) listo para presentar en directo en el Auditorio Ryman de Nashville, la capital del country, de lo que anda sobrado ese álbum.

Así que Heart of Gold es poco más que la película de aquel concierto, en que Young interpreta al completo su nuevo disco. La verdad, el álbum es un poco irregular, y anda a años luz de sus mejores años, pero es un gran disco, y en directo suena inmejorable, acompañado por una banda de músicos casi ancianos vestidos a lo vaquero e interpretando su country-rock como si la música no hubiese cambiado desde 1973. Sé que asusta un poco, sólo son una panda de abueletes tocando música del siglo pasado. Bueno, me compadezco de aquellos que piensen eso, porque se están perdiendo una auténtica joya. No es sólo la música lo que brilla, sino la aproximación a ella que realiza Demme. Es uno de los conciertos mejor rodados que he visto, un alarde de belleza y sobriedad visual que huye del efectismo y la espectacularidad que no dejan de vendernos hoy en los productos de este tipo. La cámara suele permanecer quieta, acercándose al rostro de los protagonistas en lugar de a sus instrumentos, dejándose expresar a través de sus ojos: de la complicidad entre Young y su esposa Pegi, también en el escenario; de la admiración que aparece en los ojos de Diana DeWitt al mirar de reojo a Neil mientras interpretan Prairie Wind; de cómo se iluminan cuando Young habla de su padre... Cuando acaba una canción la pantalla funde en negro para retornar con la imagen de Neil Young sobre el escenario, con un impecable traje blanco, su sombrero y su vieja guitarra (la misma con la que Hank Williams actuó por última vez en Nashville, la misma con que compuso Heart of Gold o Old Man), o se sienta al piano sobre un fondo compuesto por los violinistas que le acompañan, siempre inundado en tonos amarillentos, áridos y melancólicos como la propia música. Es una película que consigue emocionar sin apenas diálogos, aunque las pocas veces que hacen acto de presencia suelen reclamar su protagonismo (los devotos del canadiense se deleitaran oyendo a la explicación de a quién está dirigida Old Man o las anécdotas de la infancia del mito). Y, en su parte final, es casi una celebración. Acabados los temas del citado Prairie Wind, el escenario se llena de clasicazos como I Am a Child, The Needle & the Damage Done o Heart of Gold (¿cuantas veces ha aparecido ya?) y finalmente el film se completa y adquiere todo su significado.

Como The Last Waltz, aquella mítica obra de Scorsese que retrataba el último concierto de The Band, esto es más que un concierto, es un homenaje a una década, a una generación de artistas únicos y a toda una forma de concebir la vida y el arte. Son sólo unos abueletes tocando música del siglo pasado, pero estos adorables ancianitos nos dan toda una lección de vida lejos de la artificialidad que impera hoy en día, una lección de naturalidad y humildad usando como medio la obra de una de las figuras más grandes de la música contemporánea. Muy buena.

Nota: 8,5

jueves, 12 de abril de 2007

Hijos de los hombres


Londres, noviembre del año 2027. Un puñado de gente se arremolina en una cafetería del centro para ver la noticia del día, la muerte de la persona más joven del mundo en una pelea con un fan, a los 18 años. Theo (Clive Owen) pide un café, sale de la cafetería y se para a tomárselo a escasos metros de allí. De repente el local salta por los aires, y entre el polvo y el humo la cámara sólo acierta a ver a una mujer aturdida con su brazo en la mano.

Con un principio similar, está claro que la nueva producción del mejicano Alfonso Cuarón no va a ser una película convencional. Basada en una novela de PD James, Hijos de los Hombres nos sitúa en un futuro cercano de perspectivas apocalípticas. Los humanos son estériles, no ha nacido ninguna persona en los últimos 18 años así que la humanidad, sin esperanza, se entrega al caos y la violencia. Sólo Gran Bretaña ha conseguido mantener el orden, gracias a una política autoritaria y militar, lo cual produce una avalancha de inmigrantes a sus costas, que aplacan con una durísima y cruel política inmigratoria según la cual los inmigrantes son despojados de sus derechos humanos, enjaulados o masacrados sin ningún reparo. En medio de este panorama aparece Teo, antiguo activista antisistema reconvertido a gris burócrata al que la muerte de su hijo años atrás parece haberle arrebatado las ganas de vivir, una persona cansada y desesperada que apenas disfruta con pequeñas cosas como la compañía de su amigo Jasper (Michael Caine, en un papel impagable), que vive en una pequeña casa oculta en el campo y se gana la vida pasando maría de una plantación privada. En medio de su rutina aparece Julian (Julianne Moore), antigua pareja de Teo y líder de un grupo, considerado terrorista por el gobierno, que lucha por igualar los derechos de los inmigrantes a los de los ciudadanos británicos, y que le pide a Teo que ayude a Kee, una joven inmigrante negra, a llegar hasta la costa para coger un barco, misión que se torna vital para Teo cuando descubre que Kee está embarazada, lo cual la convierte en la gran esperanza para la raza humana.

No es esta una película normal. La premisa del argumento es brutalmente simple, y en ningún momento la película parece profundizar en ningún tema. Diálogos vacíos, situaciones rutinarias y en ocasiones cómicas (“¿Quién es el padre?” “Nadie, soy virgen...no, es broma, pero sería la bomba”) que son sólo excusas para transmitir un mensaje menos evidente pero más profundo. Sin contar nada explícitamente, la película te deja helado mostrando a inmigrantes enjaulados franqueando el camino de Teo a su trabajo, en las caras desoladas de todos los personajes y figurantes que aparecen en plano, en la recreación de los “campos de refugiados” en que viven los inmigrantes, inspirados en los guetos judíos de la Europa tomada por los nazis, las fosas comunes de las que sobresalen los cadáveres carbonizados de inmigrantes exterminados. La han acusado de ser insustancial y vacía, pero también bella, y sobre lo último no hay duda. La maravillosa fotografía de Emmanuel Lubezki, en la que la luz apenas puede emerger en la atmósfera lúgubre y gélida, el magistral uso del plano secuencia, el diseño de producción, la música...es todo perfecto y te sumergen de pleno en la vida de los personajes, haciéndote vivir y sufrir (especialmente lo segundo) como uno de ellos. Y, extrañamente, lo que más acaba transmitiendo es optimismo y ganas de luchar por un mundo mejor, para evitar a toda costa que en algún momento nuestro mundo llegue a ser como ese mundo. Hijos de los Hombres pertenece a esa rara especie de películas de ciencia ficción que aprovechan las posibilidades de hablar de un futuro cercano e incierto para tratar el presente y la realidad actual. Como la maravillosa Brazil de Terry Gilliam, su mundo futurista es más una advertencia de lo que puede pasar si seguimos viviendo como hasta ahora que una fantasía. Probablemente la mejor película del año 2006.

Nota: 9,2


lunes, 2 de abril de 2007

Magnolia


San Fernando Valley, California, 1999. Jimmy Gator está dispuesto a acabar con su vida. Hundido en los remordimientos de las mentiras y atrocidades que cometió en el pasado, solo, rechazado y abandonado por su esposa y su hija, Jimmy saca su pequeño revólver de un cajón y se apunta a la sien, decidido a apretar el gatillo. Cuando va a disparar, una rana que cae del cielo atraviesa la claraboya que hay sobre Jimmy e impacta sobre el arma en el momento exacto del disparo, desviando el cañón del arma lo suficiente como para que la bala no le alcance, y salvándola la vida. ¿Coincidencia? ¿Azar? Bueno, esas cosas pasan...

Como ya anuncia su excelente prólogo, Magnolia trata sobre las coincidencias. O no. Más bien trata sobre las cosas extrañas que pasan, y otras no tan extraños, los sentimientos y las reacciones que rodean nuestra vida. Localizada durante un día cualquiera en una ciudad cualquiera, la película sigue la vida de un buen puñado de personajes, cada uno con sus problemas, sus traumas y sus miserias, y cuya aparente falta de relación entre sí va poco a poco desvaneciéndose. Tenemos un productor de televisión moribundo que le pide a su enfermero que localice a su hijo, con el que lleva cerca de 15 años sin hablar. Tenemos a su mujer, joven y atractiva, que se casó con él por dinero y ahora, incapaz de aceptar su culpa, se dedica a sumirse en un mar de calmantes. Está el presentador del programa de televisión más exitoso del moribundo productor, aquel en que en los 60 destacó un niño prodigio ahora convertido en adulto fracasado, a punto de perder su empleo. También tenemos a un nuevo niño prodigio, explotado por su padre para ganar dinero en el concurso. Tenemos a la hija del presentador, adicta a la cocaína y huidiza. Y tenemos a un policía maduro y bienintencionado incapaz de rehacer su vida sentimental desde su divorcio.

Con ese mosaico de vidas cruzadas, ligero homenaje a Robert Altman, Paul Thomas Anderson vuelve a maravillar con una película compleja, deslumbrante y demoledora sobre la naturaleza de los sentimientos humanos más profundos. Siguiendo el camino que ya marcó con la película que le dio a conocer, la también fabulosa Boogie Nights (1997), Magnolia es una película épica e intensa a lo largo de sus tres horas de duración, pero también divertida y sorprendente. A pesar de su largo metraje, en ningún momento se torna aburrida, gracias a esa estructura de varias historias que hace que no se centre nunca mucho tiempo seguido en ninguna de ellas, y gracias a su dirección dinámica y espectacular, con sus largos planos secuencia y su buen uso de la música, que por otra parte es también muy notable, con un bonito score orquestal del siempre sólido Jon Brion y una serie de canciones “pop” compuesta e interpretadas para la ocasión por Aimee Mann. Por supuesto, las actuaciones, como en las películas corales de Altman, son soberbias. Usando básicamente el mismo reparto de Boggie Nights (esto es Julianne Moore, John C. Reilly, Philip Seymour Hoffman, Philip Baker Hall, William H. Macy y Luis Guzmán), y añadiendo a Tom Cruise, Jason Robards y Melora Walters, el resultado es realmente impresionante, con los más consagrados (Robards, Moore, Baker Hall, Macy) tan soberbios como acostumbran, y los menos duchos demostrando que también saben actuar (Cruise ofrece su mejor interpretación... bueno, quizá su única interpretación, Jerry Maguire aparte...). En definitiva, aunque quizá no sea tan sorprendente como su anterior obra, y aún siendo quizá incómodamente larga, Magnolia es una gran película, y la confirmación de Paul Thomas Anderson como uno de los talentos más brillantes del nuevo Hollywood. Muy digna de ver.

Nota: 8,4


martes, 20 de marzo de 2007

Paris, Texas


Hay lugares donde las cosas que hiciste en el pasado parecen no importar, donde puedes volver a olvidar todo y empezar de nuevo. No son lugares mundanos, parecen pedacitos de otro mundo que por error han llegado al nuestro para reconfortar a los pocos afortunados capaz de buscarlos con suficiente dedicación como para encontrarlos, escondidos en medio de un desierto al que pocos se atreven a enfrentarse. Paris, Texas es uno de esos lugares. La gran obra maestra de Wim Wenders, aquella con la que se alzó con la Palma de Oro en el festival de Cannes de 1984 es, para empezar, todo un prodigio de la técnica cinematográfico, el perfecto ejemplo de cine como arte dirigido a los sentidos. La maestría de Wenders moviendo la cámara, la fotografía como siempre maravillosa pero nunca tan excepcional de Robby Müller y la música de Ry Cooder, tres genios reunidos y en perfecta conjunción, hacen de esta una película tan bella plásticamente que a veces parece escapar de las convenciones del propio cine. Nadie pinta paisajes como Müller, que hace aquí uso de una fotografía hiperrealista y sobria para traernos el colorido del desierto, de las luces nocturnas de las autopistas, de las puestas de sol y demás espectáculos de la naturaleza con una paleta donde el verde y el rojo parecen querer expresar tantos sentimientos como los propios actores, ofreciendo uno de los mejores trabajos de cinematografía que se han visto probablemente nunca en el cine. Nadie filma road movies como Wenders, el único capaz de transmitir con perfección la soledad y libertad que otorga la autopista con esos planos tan sutiles y elegantes que ya aprendía a usar en su gran obra temprana, Alicia en las Ciudades. Y Cooder, claro, y su solitaria guitarra tañendo como lamentos salidos del alma del pobre protagonista.

Por supuesto, para convertir todo lo anterior en una gran película también se necesita una historia que contar, y el maravilloso guión de (el actor) Sam Shepard no decepciona. Paris, Texas es la historia de Travis (Harry Dean Stanton), que tras cuatro años desaparecido aparece en medio del desierto de Mojave, en Texas, desorientado y deshidratado, y que acaba derrumbándose al llegar al primer reducto de civilización. Desde allí llaman al único número de teléfono que tenía en su cartera, que resulta ser el de su hermano Walt (Dean Stockwell), que se hizo cargo del hijo de Travis tras la desaparición de éste y de su mujer Jane (Natassja Kinski). Walt se dirige a buscarle y, tras la negativa de Travis a volar, emprenden la vuelta a Los Ángeles para reunir a padre e hijo. Travis se niega a revelar qué ha hecho durante todo ese tiempo, al principio ni siquiera habla, ni apenas come ni duerme, parece un alma en pena que sólo quiere huir y dirigirse a un lugar perdido en medio del desierto. Cuando al fin vuelve al mundo de los vivos y arregla las cosas con su hijo, decide salir a buscar a Jane e intentar conseguir que vuelva al lado del niño, el pequeño Hunter.

Stanton y Stockwell, dos de esos secundarios habituales que por fin tienen ocasión de brillar, están estupendos en sus papeles, pero es Natassja Kinski la que realmente deslumbra. Gran parte de la credibilidad del guión radica en su papel, y Kinski está perfecta como la fascinante mujer de Travis, de hecho nunca ha vuelto a estar tan turbadora y encantadora en la gran escena final en el “peep-show”, donde al fin se desvelan algunos de los misterios que rodean la vida de estos dos personajes, una escena de 15 minutos rodada en una habitación minúscula y sin apenas acción, sólo diálogos y la guitarra de Cooder de fondo, que debería ser estudiada como perfecto ejemplo de drama y de hasta que punto el cine es capaz de emocionar. Puede que no sea una película para todos los públicos, quizá tampoco lo necesita, para mí es simplemente una de esas películas en las que refugiarme cuando de verdad la angustia y la soledad parecen dominarme y un recordatorio de que el cine siempre está ahí cuando lo necesitas, para devolverte la esperanza y las ganas de vivir. Una maravilla.

Nota: 9,5


domingo, 4 de marzo de 2007

La vida de los otros


El laberinto del fauno es una buena película. Una gran película, incluso, una que ha logrado conciliar a crítica y público. Ha sido la película latina más taquillera de la historia en EEUU, y poco más o menos ha pasado por aquí. Ha logrado conectar con el público y muchos aficionados al buen cine. Por eso no era de extrañar esas numerosas reacciones de rechazo cuando la película de Guillermo del Toro perdió el Oscar a la mejor película extranjera a favor de la alemana La vida de los otros, gente clamando contra la injusticia de no haberse llevado un premio totalmente merecido. Por supuesto, pocos de esos se habían molestado en ver la película alemana, porque tras su visionado no puedes más que estar de acuerdo con la Academia, ya que la decisión de entregar el premio a la semidesconocida película germana ha sido una de las más justas de esta edición.

El primer film de Florian Henckel von Donnersmarck (vaya nombrecito) gira en torno a Gerd Wiesler, capitán de la Stasi (la policía secreta del régimen en la RDA, la Alemania oriental), un hombre extremadamente eficiente y comunista convencido, al que le encargan vigilar a una pareja de artistas, el escritor Georg Dreyman y la actriz Christa-Maria Sieland, sospechosos de disidencia política hacia el régimen bajo su fachada de conformismo y beneplácito hacia éste. Tras colocar micros por toda la casa, Wiesler se instala en la destartalada azotea del edificio en que reside la pareja, listo para monitorizar por completo su vida en busca de cualquier indicio de inconformismo político. Mientras los observa empieza a empatizar con ellos, a rellenar los vacíos de su vida con la de los otros y, en última estancia, a intervenir en esas vidas ajenas. También descubre que la operación respondía únicamente a los caprichos personales de un alto mandatario gubernamental, a partir de lo cual empieza a cuestionarse, si bien no sus principios políticos, quizá sí la validez del régimen, de la dictadura del proletariado, que parece olvidar a estos a favor de unos pocos privilegiados.

La vida de los otros funciona en dos planos bien diferenciados. Por un lado está el obvio mensaje político, el estudio (nada subjetivo ni panfletario, y ahí está uno de sus logros) del sistema autoritario de la RDA y de las posibles causas de su fracaso social; por otro, y es éste el más profundo, es un viaje a la mente de un hombre gris y obediente que comienza a plantearse si entregar su vida a un sistema y a unas ideas políticas es algo válido, si la vida es quizá algo más importante que eso, si, como le “cuentan” los dos artistas a los que observa, la única razón lícita para entregar tu vida sea sólo el amor, ni siquiera el arte, algo cuyo significado nunca ha conocido pero que irá aprendiendo poco a poco, en las conversaciones de los otros, en los libros que cuidadosamente coge de la casa de los observados o en el momento en que decide tomar partido. En este plano, la película se transforma de un film interesante a una obra hermosa y emotiva, a lo que ayuda mucho el precioso estilo formal, con una factura técnica soberbia. Con algún parecido a la obra del primer Wim Wenders, la película progresa lentamente, con sutiles movimientos de cámara, una elegante música de corte clásico y un montaje que intenta fundir en uno las vidas del agente y del artista. Es lenta, pero no pesada: sus dos horas y cuarto de duración pasan rápido, gracias al poder de absorción de la historia y de algunas ligeras gotas de humor que ayudan a relajar un poco la angustia de la historia. Y, aunque no pueda hablar más de ello ahora, el final es precioso, una especie de epílogo a la obra que la completa y la hace casi perfecta. Una gran película, en definitiva.

Nota: 8,8


miércoles, 21 de febrero de 2007

Una historia verdadera


A estas alturas, es difícil no haber oído hablar de David Lynch. Se haya visto o no alguna de sus películas, está claro lo que uno puede esperarse del director americano: un universo sórdido, oscuro y decadente, caótico, impenetrable, ininteligible... son los adjetivos que suelen usarse para describir sus películas. Por eso es tan impactante uno de los primeros fotogramas de Una historia verdadera: sobre un fondo estrellado, aparece aquello de “Walt Disney Pictures presents”... ¿Cómo? ¿La Disney produciendo una película del rey del cine “raro" actual? ¿Lynch trabajando con la mayor empresa distribuidora de ñoñería que existe? Desde luego, no es un buen comienzo, pero las dudas tardan en poco en borrarse, y para bien: siendo el proyecto más atípico de cuantos ha encarado su Lynchísima, Una historia verdadera también es una de sus mejores películas. De hecho, probablemente una de las piezas más bellas del cine de los últimos años.

La película cuenta la historia (verdadera) de Alvin Straight, un anciano de 73 años, viudo y con problemas de salud, que vive junto a su hija en un pequeño pueblo perdido en la America profunda y que, tras enterarse del infarto que acaba de sufrir su hermano Lyle, con quien no se habla desde hace 10 años, decide recorrer los cerca de 500 kilómetros que separan los hogares de ambos para intentar hacer las paces con él antes de que sea demasiado tarde. Como Alvin ya no tiene carné de conducir por problemas de vista, y como no tiene a nadie que le lleve, decide emprender ese viaje en su pequeña cortacésped del ’66. Con esa premisa tan sencilla y aparentemente absurda, Lynch construye una road movie que se aleja de los tópicos del género (eso de usar el viaje para explorar la realidad de aquella tierra) y se centra en el viaje emocional de Alvin, un viaje que debe hacer sólo y sin ayudas para intentar encontrar en su interior la paz al conflicto “por orgullo y alcohol” que tuvo con su hermano y reencontrarse con la esperanza que parece haberle abandonado en los últimos años de su, por otra parte, bastante cruda existencia. Es un viaje duro y triste, rodeado de una belleza formal increíble y de una humanidad exacerbada, un canto a la sencillez y el valor de la vida por encima de superficialidades y artificios.

Decía que es un proyecto atípico en este director, de hecho suelen referirse a ella como su película “menos Lynch”. Bueno, puede que la atmósfera oprimente y desquiciada de sus otros films no aparezca, pero su mano se nota en cada escena de la película, en la forma lenta y contemplativa en que hace fluir las imágenes, en la maravillosa música de su colaborador habitual Angelo Badalamenti, en la bellísima fotografía, que usa de forma inmejorable la luz solar reflejada sobre los vastos campos de trigo o la belleza plástica de los atardeceres para acompañar al pobre Alvin en su odisea a través del medio-oeste estadounidense, en los breves o extensos diálogos... Técnicamente, es uno de los trabajos más impecables que he visto desde Paris Texas, de Wim Wenders. Y, por encima de todo, sobresale la actuación de Richard Farnsworth, la última actuación de Richard Farnsworth (que murió poco después de rodar la película), que logra otorgar a Alvin la sencillez y la sabiduría de alguien que ya lo ha visto todo y conoce el valor real de las cosas que importan. De todo eso va Una historia verdadera. Usando unas palabras que Carlos Boyero usó al respecto de Smoke, es una película que hay que revisar con frecuencia. Ayuda a sobrevivir.

Nota: 9

domingo, 18 de febrero de 2007

Velvet Goldmine

Velvet Goldmine es, además del título de una canción perdida de Bowie, el título de la tercera película del director independiente americano Todd Haynes. Y, como su título apunta y su cartel indicaba, es básicamente una revisión del glam-rock y de toda la movida glam que vivió Gran Bretaña en los 70, un movimiento algo infravalorado y con gran influencia en el posterior punk. El argumento de la película gira en torno a un periodista británico, interpretado por Christian Bale, al que le encargan un reportaje sobre Brian Slade, icono del glam-rock que, tras fingir su propia muerte en el escenario y sufrir el rechazo de sus fans al enterarse de que todo fue un montaje, decidió desaparecer por completo de la vida pública y de la música, y al que se le perdió la pista hace unos años. El argumento es poco más que un pequeño homenaje a Ciudadano Kane, con el periodista investigando sobre la vida de Slade y mezclando sus recuerdos sobre aquellos días con escenas de la vida de la estrella desaparecida, intentando aclarar que pasó con él. Y, como he dicho, es poco más, porque la película en ningún momento funciona sobre esa línea, sino que deleita a la hora de reconstruir toda la escena de aquella época y la música, con una estructura de saltos en el tiempo totalmente libre en la que, mediante los videos y directos de Slade y fragmentos de su vida personal va reconstruyendo la figura de la estrella desaparecida, su evolución y sí, también su época.

Por cierto, no intentéis localizar a Brian Slade. Es un personaje ficticio creado para la película e identificado, por supuesto, con David Bowie. Al duque blanco no le hizo gracia el guión, así que negó su nombre y sus canciones para la película, pero es imposible no verle en ese personaje, una estrella del rock andrógena y bisexual que inicia una revolución artística y sexual, que se inventa personajes en sus discos y los interpreta en el escenario, que juguetea con el polvo blanco en orgías multitudinarias, que lleva la vida al límite de estrella del rock a sus máximas consecuencias. Y también es imposible no ver a Bowie en la excepcional interpretación que de Slade hace Jonathan Rhys Meyers. Con todo esto sólo falta un tercer elemento para completar la película: la aparición de Curt Wild, otro músico ficticio, en este caso el salvaje líder de una banda de garage de Detroit de cuya rabia y sexualidad en el escenario bebe Slade para crear su imagen y con quien mantiene un fallido idilio amoroso que es en parte culpable de su caída. Wild es otro músico ficiticio identificado con uno real, en este caso Iggy Pop, y en este caso ni siquiera intentan esconderlo, pues se dedica a tocar canciones suyas de su época con los Stooges. Bueno, tampoco sería difícil reconocerlo en la interpretación que de él hace el gran Ewan McGregor, puro mimetismo especialmente sobre el escenario, donde ni el propio Iggy lograría hoy en día interpretarsse tan bien.

Con estos elementos, la película resultante es una muestra fragmentada del espíritu, el ambiente, el color de aquel mundo, un deleite para los sentidos con su maravillosa música (con canciones originales de aquella época de gente como Brian Eno, Roxy Music o T-Rex; canciones originales de grupos actuales, como Shudder to Think o Pulp intentando rindiendo homenaje al movimiento; y versiones, incluidas las canciones que conforman el repertorio ficticio de Slade, que resultan ser canciones de Roxy Music interpretadas por Venus in Furs, grupo creado especialmente para la película con miembros de Radiohead, Suede y los propios Roxy Music), la fotografía, la dirección artística... y además con mensaje, uno sobre la prostitución del rock y del precio de la libertad artística y la fama. No es una película para todos los gustos, cierto, pero para cualquier aficionado a la música de aquella época o para aquel que quiera disfrutar de un cine diferente es toda una delicia. Muy recomendable.

PD: Tres cosas que se me habían olvidado: también sale Toni Collette, hay unas cuantas referencias a Oscar Wilde y tiene la mejor interpretación que he oído de la maravillosa Gimme Danger de los Stooges.

Nota: 8