lunes, 28 de mayo de 2007

Hedwig and the Angry Inch



Yo convencido de que ya lo había visto todo y de que nada me podía volver a sorprender. Y entonces descubrí a Wim Wenders, y a Wong Kar-Wai. Han sido unos meses moviditos babeando ante la pantalla presenciando el talento de estos dos realizadores, ejemplo perfecto del director “exótico” (uno alemán y otro de Hong-Kong) que logran maravillar con su fabulosa técnica y su estilo alejado de los convencionalismos del cine comercial. Por algo los de las dos W son referentes del mejor cine contemporáneo. Pero oye, que no me esperaba yo que la siguiente sorpresa llegase de un joven autor americano salido de Broadway y sin ninguna experiencia previa en el cine, que rompió moldes escribiendo el musical y dirigiendo y protagonizando su posterior adaptación cinematográfica. Un chaval llamado John Cameron Mitchell que me ha dejado embobado con su maravillosa ópera prima, Hedwig and the Angry Inch

Decían en Todo sobre mi madre, que sigo reivindicando como uno de los mejores films del cine patrio, que uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo. Pues bien, la pobre Hedwig representa el lado oscuro de esa cita. Hedwig es un chaval nacido en Berlín oriental que creció alimentándose de la música que captaba de la radio de una base americana cercana, con predilección especial hacia el glam rock de los primeros setenta. Ha pasado mucho desde entonces, y la pobre Hedwig, que se fue a Estados Unidos a triunfar en la música, está en crisis. Una mujer fallida, una estrella fallida, una amante fallida. Vive obsesionada con un ex-novio(Michael Pitt, que sin hacer ruido se está haciendo con una filmografía muy interesante) que tuvo y que, aparte de abandonarla, le robó sus canciones, con las que ahora se ha convertido en un ídolo. Así que Hedwig le sigue, dando conciertos paralelos en locales de mala muerte para intentar ensombrecer la presencia de su traidor y reclamar sus composiciones. Y mientras las presenta, mientras las interpreta y mientras le cuenta batallitas a todo aquel dispuesto a escuchar, Hedwig nos va contando su vida. Desde luego, es una estructura novedosa para este musical que es todo menos convencional, y que se sale de los clichés del género estando más cercana de films como Velvet Goldmine, también centrado en la brillantina y cuyo director, por cierto, aparece en los agradecimientos del film. La diferencia es que, mientras aquella era una película sobre la música, la que aquí nos ocupa sólo la usa como medio para hablar de la frustración y la necesidad de aceptación del ser humano, a través de un transexual de aspiraciones musicales y de una música que, por cierto, es maravillosa. Está compuesta por un tal Stephen Trask e interpretada por su banda, los Angry Inch del título, con alguna colaboración ilustre como la de Bob Mould. Por supuesto, es puro glam, con esa mezcla de guitarras sucias, rockeras irresistibles y baladas brillantes que suelen abundar en el género de Bowie, que es una vez más la referencia inevitable.

Me resulta incomprensible, pero aún sigue habiendo, sobre todo por estas latitudes, muchos detractores de Almodóvar. Lo mejor es que suelen serlo sin siquiera haber visto nada suyo, y siempre usan la misma reprimenda (lo retorcido y lascivo de sus personajes), sin siquiera intentar ver lo que hay más allá del envoltorio. Por lo mismo, Hedwig and the Angry Inch será durante mucho tiempo objeto de ataque de gente rancia ensimismada en sus prejuicios e incapaces de aceptar la presencia de alguien como Hedwig en la pantalla. Bueno, como diría mi abuela, es su problema. Como el manchego, esta película de Cameron Mitchell tiene algo, pasión, que muy pocas películas de hoy consiguen alcanzar, y que a este le sobra a raudales. Un chaval destinado a revolucionar la mentalidad del nuevo cine americano (su nueva película, Shortbus, también se las trae). O, al menos, a revolucionar nuestro espíritu.

Nota:9

martes, 1 de mayo de 2007

Rushmore





A pesar de haber pasado mayoritariamente desapercibido en nuestro país, Wes Anderson se ha labrado en los últimos años un prestigio como uno de los directores más importantes del nuevo cine norteamericano. Su debut, Bottle Rocket (1996), era una medio fallida comedia que, a pesar de su falta de consistencia, ofrecía algunos detalles muy prometedores: el humor absurdo y algo oscuro, la elegancia de las imágenes, lo bizarro de sus personajes, el protagonismo de los hermanos Wilson (Owen y Luke), la gran banda sonora... detalles que dejaban la impresión de que a la película, y al propio Anderson, le faltaba un puntito para destaparse del todo con algo magistral. Ese elemento perdido podría ser, fácilmente, Bill Murray. Uno de los grandes cómicos del pasado, Murray llevaba unos años (desde la magnífica Ed Wood) algo perdido, dando tumbos entre subproductos y apariciones secundarias. Hoy en día ha vuelto a lo más alto, combinando esa unanimidad de crítica y público que ha cosechado con películas como Lost in Translation de Sofia Coppola o Flores Rotas de Jarmusch. Y sí, parte capital en esa recuperación la tiene Anderson y su papel en Rushmore, aunque antes de hablar sobre él habría que hablar un poco de la película en sí.

Rushmore gira en torno a tres personajes. Max Fischer (Jason Schwartzman, sobrino de Coppola, en su debut en el cine), un quinceañero de familia humilde estudiante de la prestigiosa Academia Rushmore, colegio de gente privilegiada al que accedió con una beca y donde disfruta de una posición notable gracias a su pasión por las actividades extraescolares, algo que se ve incompatibilizado con su rendimiento escolar, que siempre le mantiene al borde de la expulsión. Una cita de Jacques Cousteau escrita en un libro de la biblioteca lleva a Max a conocer a la señorita Cross (Olivia Williams), profesora de Rushmore de la que se enamora, sin querer aceptar la imposibilidad de su relación por la diferencia de edad. El último en discordia es Herman Blume (Murray), un magnate industrial padre de dos alumnos de Rushmore que vive en crisis totalmente desencantado con su vida y su familia, y que encuentra en Max un amigo con quien compartir miserias y, poco después, el amor por la misma mujer.

Bajo esa apariencia de comedia romántica de instituto, el guión (del propio Anderson y el actor Owen Wilson) desarrolla una profundidad y emocionalidad enorme gracias básicamente al desarrollo de esos tres personajes, y sobre todo de sus respectivos intérpretes: el antes citado papel de Bill Murray, que consigue llevar toda la desesperación y angustia de un hombre atrapado en su vida a su rostro, con ese estilo lacónico que tan bien le funcionó en Lost in Translation, pero cargando al personaje de una ironía y cinismo en ocasiones casi delirante que demuestra porque es uno de los grandes de la comedia. Sin llegar a su nivel (es difícil), Olivia Williams crea un personaje absorbente y frágil cuyo encanto detona la relación entre los protagonistas y que realmente enamora a cualquiera que vea la película; y el debutante Schwartzman, con su personaje de adolescente excéntrico, autosuficiente y algo repelente que ve cómo su mundo (su “Rushmore”) se desmorona y se ve obligada a pasar a la madurez a base de palos, olvidando sus sueños y grandes aspiraciones y viendo cómo a veces hay que conformarse con lo que tenemos.

Todo esto suena muy dramático, y lo es, pero Wes Anderson logra enterrar esa emocionalidad bajo un humor y, sobre todo, un estilo soberbio que hacen de la película todo un festín visual con sus preciosos movimientos de cámara, el uso magistral de la cámara lenta (¿por qué se usa tan poco en la actualidad?) y la banda sonora, llena de temazos de la British Invasion incluyendo Cat Stevens, John Lennon, The Who o Faces y del score de Mark Mothersbaugh, ex-líder de Devo. En resumen, Rushmore es uno de esos ejemplos de comunión entre diversión, belleza, profundidad e inteligencia que sólo unos pocos elegidos logran, y que la convierte en una de las mayores joyas del cine reciente.

Nota: 9,5