sábado, 8 de marzo de 2008

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford



Conseguir mantener a un espectador pegado a la pantalla dos horas y media no es fácil. De hecho, este western revisitacional y desmitificador no es un film nada fácil. Y nada habitual en estos tiempos. Entre tanto ruido, prisa y brusquedad que ofrece la mayoría del cine actual, el neozelandés Andrew Dominik ha realizado una película calmada, contemplativa, reflexiva, una obra que recompensa al espectador paciente y cinéfilo que disfruta perdiéndose entre los paisajes devastados del film. Pero también una película con fuerza narrativa y mucha tensión. Y con algo que contar.

Este asesinato de Jesse James juega en contra de la mayoría de los elementos del western clásico. Aquí los tipos duros no son tan duros, ni tan mugrientos, ni tan hábiles. Y los buenos tampoco son tan buenos, ni los mitos tan mitos. Al principio tenemos a ese Jesse James radiante, afable, tendiendo la mano a un joven y entregado Robert Ford. Roban trenes, se reparten el botín, se despiden. Pero las cosas empiezan a cambiar. Y mientras la cámara flota por los devastados paisajes por que transcurren estos forajidos terminales la tensión crece, acompañada por la música creada por Nick Cave y su violinista Warren Ellis. Y va siendo más palpable la decadencia de un oeste devorado por su propia naturaleza. Y ya nada pinta tan bonito. El idealizado Jesse James se va mostrando poco a poco como poco más que un criminal violento y cruel, alguien que no duda en disparar por la espalda a sus compañeros para salvaguardarse a sí mismo. Alguien que trae inquietud a todo lugar donde esté, alguien temido y ya nada afable, una persona que poco a poco va dándose cuenta de la degradación de la vida que ha elegido y de sus actos, y que se ve consumido al ser consciente de su forma de ser y deseando huir de sí mismo constantemente. Y en el entusiasta Robert Ford se abre una brecha que le mete en la espiral de degradación moral de todo lo que rodea, perfectamente trazado por la gran interpretación de ese frágil y nervioso Casey Affleck, que este año se ha revelado como algo más que el hermano de aquel. Dos personajes que se complementan y guían una película intensa y perfectamente dirigida por un tipo mayoritariamente desconocido que se ha sacado de la manga un estupendo western crepuscular y casi onírico.

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford es lo más cercano a lo que saldría si Terrence Malick hiciese un western. Y, como en toda película de Terrence Malick, tenemos esa voz en off que nos guía a través de esta lenta y calmada, que no aburrida, experiencia preciosista por el último oeste, soberbiamente captado e iluminado por Roger Deakins. Y es tan bella, tan intensa y tan visceral como cualquier obra de Malick. Y, por supuesto, es un film estupendo. Un film para degustar.

Nota: 8,5

jueves, 6 de marzo de 2008

Paranoid Park



Hay que reconocer que Gus Van Sant es un director cojonudo. Como prueba tenemos sus primeros films, y como prueba tenemos el virtuoso dominio de la técnica que luce en los últimos. Como diferencia entre ambas etapas está la intención. Gerry, por ejemplo, es un increíble ejercicio de estilo que flojea por la total ausencia de chicha narrativa o capacidad para emocionar más allá de la fascinación de su técnica. En Elephant, sin embargo, consigue aplicar esas técnicas para inquietar y estremecer. Este Paranoid Park cae más o menos entre medias: el hecho de estar basada en una novela hace que, por primera vez en mucho tiempo, el director americano tenga una historia que contar, una historia muy potente que sabe desarrollar para llegar a algunos puntos realmente preciosos. La estructura temporal desordenada y que gira constantemente sobre sí misma, los estilizados movimientos a cámara lenta y los largos planos secuencia siguiendo al protagonista se convierten aquí en un elemento realmente efectivo a la hora de hipnotizar al espectador y sumergir al personaje en la mente y las visceras del torturado protagonista, un imberbe skater que accidentalmente mata a un guardia de seguridad que le descubre haciendo trastadas en las vías del tren, un extrañamente profundo y reflexivo adolescente al que el autor logra tomar el pulso y usarlo para retratar de forma excelente parte de la naturaleza de los jóvenes de la Norteamérica actual.

El problema es que entonces Van Sant se acuerda de que es Van Sant, adalid del nuevo cine intelectuoloide, genio del vacío narrativo, y sencillamente se excede en su faceta más experimental, que funciona en pequeñas dosis pero que aquí se repite lo suficiente como para llegar a eclipsar la fuerza narrativa y entrar por momentos en el terreno vacuo y tedioso que caracterizó, por ejemplo, la bastante indigerible Last Days. Y es realmente una pena, porque durante buena parte del metraje Van Sant parece haber encontrado el camino de sus mejores obras, logrando emocionar y penetrar en el espectador como pocos saben.

Epígrafe aparte para el (soberbio) apartado técnico. Cuando decía que Van Sant es un director cojonudo me refería en buena parte a esto. El chaval ha conseguido desarrollar un estilo visual fabuloso basado en el exquisito uso de la cámara lenta, los larguísimos planos secuencia siguiendo al personaje protagonista y una facilidad increíble para conseguir imágenes lo suficientemente expresivas por sí mismas como para justificar su filmación, independientemente de lo que cuenten. Y esta vez realmente ha tocado techo. La fotografía de Christopher Doyle es fabulosa, los fragmentos en super 8 de los skaters, sin añadir realmente nada a la trama, se convierten en estupendos complementos de la historia. Y, además, ha conseguido reunir la mejor banda sonora de su filmografía, recuperando al malogrado Elliott Smith (al que en su día lanzó a la fama al otorgarle todo el protagonismo de la música de El indomable Will Hunting) y reciclando la música del gran Nino Rotta, usando bastantes fragmentos de su música para Giulietta de los espíritus.

Nota: 7,3