miércoles, 15 de julio de 2009



La mayoría de películas americanas suelen localizarse en la cosmopolita Nueva York, en la glamourosa California, en la pegajosa Florida. Sin embargo, existe en el corazón de Estados Unidos una enorme zona semidesierta, aislada, demasiado aburrida y paleta como para aparecer en el celuloide. Son esas personas las que deciden las elecciones, las que se dedican a perpetuar el retrógrado carácter del sur americano, su conservadurismo, su fanatismo religioso. Tienen sus propios iconos: lejos de modas y vanguardias, en el corazón de EEUU hay cantantes de country de los que no hemos oído hablar en la vida que venden más que Springsteen y los Stones juntos. El country es solo la punta de lanza de una sociedad desconocida, una minoría de cien millones de personas.

El objetivo de Robert Altman en Nashville fue crear un retrato certero de esta sociedad, de su cultura, de sus ambiciones, de sus obsesiones. Aprovechando la libertad que se vivía en Hollywood en aquellos años, Altman logró reunir suficiente presupuesto como para poder llevar a cabo un film descomunal, enorme, vasto, cuyo tamaño y su multitud de personajes e historias entrecruzadas por momentos hace que nos descolguemos de la trama pero que finalmente acaba consiguiendo su objetivo: olvidar los personajes y las historias individuales para crear un fresco colectivo de una sociedad y un momento donde estaban pasando tantas cosas que era difícil enterarse de todo. Nashville es una de las películas icónicas del cine americano de los setenta, un documento social impagable, una película que desarrolló un lenguaje innovador que, por suerte o por desgracia, ha sido copiado hasta la saciedad después, en esos dramas corales a veces brillantes (Magnolia, su propia Short Cuts) y a veces pretenciosos y sensibleros (¿alguien se ofende si cito Crash, y no me refiero a la de Cronnenberg?). Imprescindible para todo aquel interesado en la filmografía de Altman o en el cine de la auténtica era dorada de Hollywood.

Y luego está la música. En Nashville, la capital del country. En el Grand Ole Opry, su catedral y el escenario al que Altman volvería en su último film, “El último show”. El country más comercial, vulgar y paleto, que es el equivalente americano a Camela. Y el country puro, con alma, ese que parece sacar de dentro Barbara Jean en algunos momentos. Y el soul, y esos cantautores de folk que veneran la música de Nashville aunque Nashville les odie a ellos. Y esa bonita “I’m Easy” por la que Keith Carradine se llevó un Oscar. Sí, Nashville también es su música y también es una película para aquel que aprecie medianamente la música tradicional americana. Y la actuación final es antológica.

Nota: 8,5