miércoles, 5 de enero de 2011

La vida de bohemia (Aki Kaurismäki, 1992)

Decía Oscar Wilde que los verdaderos artistas escriben sobre la vida que no pueden tener. Y luego estamos los que ni podemos tener la vida que queremos ni tenemos ningún talento para escribir, o componer, o pintar. Los artistas sin arte, que diría Burt Lancaster en “Los profesionales” (película para reivindicar, enmarcar, adorar y conservar como una auténtica joya, por cierto). Y no nos queda más que vivir a través del arte que crean otros. Sentarnos delante de la tele, poner el dividí y olvidarnos durante 100 minutos de toda la mugre que hay fuera de esa pantalla.
Por ejemplo, los 100 minutos de “La vida de bohemia”, obra clave en la carrera de Aki Kaurismäki y primera peli que veo del afamado finlandés. 100 minutos que superen con creces todo lo que ha ofrecido la vida durante los últimos 365 días. Ese cuento sobre desheredados, románticos e idealistas, que se convierte en una cápsula repleta de humanidad, de amor, de ternura, de tristeza. De vida. En perfecto blanco y negro, sembrado de esas gotas de humor lacónico, ese ritmo pausado y esa afición a los fundidos en negro que parecen la forma en que Kaurismäki le devuelve a Jarmusch el guiño que le hizo en la última historia de “Noche en la tierra”. Tres extraños en un paraíso de buhardillas destartaladas y vino barato. Louis Malle haciendo de gentleman. Samuel Füller con sus malas pulgas habituales. Jean-Pierre Léaud haciendo nada excepto recordarnos al inmortal Antoine Doiniel. Esa gloriosa coña sobre la música contemporánea. Un lugar en el que refugiarse y disfrutar, antes de que las luces se enciendan y nos devuelvan a la realidad más mundana. La magia del cine. Una película preciosa.