sábado, 4 de febrero de 2012

Acordes y desacuerdos

¿Qué es un genio? Y lo que es más importante, ¿cómo se reconoce a un genio? Hay en el mundo artistas como Coppola, responsable de tres de las mejores películas de la historia pero cuyo resto de filmografía, salvo un par de excepciones, raya a un nivel bastante mediocre. Por otro lado hay gente como Ken Loach, un señor que incluso en sus películas más flojas es capaz de aportar algo interesante pero del que es difícil destacar alguna película como realmente imprescindible. Es difícil encontrar a un cineasta que logre aunar una filmografía sin apenas puntos flojos y plagada de obras maestras. Ford, Lang, Kubrick, Scorsese. Y, por supuesto, Woody Allen.

Acordes y desacuerdos narra la vida del genial guitarrista de jazz de los años 30 Emmet Ray, el mejor de su época junto a “un tal Django Reinhardt” que anda por Europa. Combina entrevistas al propio Allen y varios periodistas e historiadores con fragmentos dramatizados de la vida de Ray, interpretado aquí por un Sean Penn realmente brillante.


El tema es que Emmet Ray no existió. Es un personaje totalmente ficticio inventado por Allen para representar el arquetipo de músico brillante, vividor, excesivo y malogrado. Al igual que en Zelig, Allen utiliza la fórmula de falso documental como guía de la historia. Y lo hace para crear un maravilloso homenaje a la música (en este caso al jazz, su favorita). Durante apenas hora y media, Acordes y desacuerdos se convierte en la compañera perfecta de La rosa púrpura del Cairo. Una comedia aparentemente ligera y menor que esconde tras de sí una carga de profundidad inesperada al alcance de muy pocos. Si aquella obra maestra que protagonizó Mia Farrow rendía tributo al cine como bálsamo a todas las miserias que a veces nos regala la vida, aquí repite con la música. El amor que el personaje de Emmet Ray siente por la música, la única forma que tiene de expresar el dolor que sin saber lleva dentro, estremece a todo aquel que alguna vez haya visto a este arte como algo más que una forma de entretenimiento. Allen divierte con gags hilarantes, atrapa con la recreación de una época y una forma de vivir fascinante y acaba perturbando con un final de una amargura sólo equiparable a aquel que nos dejó en La rosa púrpura del Cairo.

Me enamoré de Allen, como todos, con sus obras más reconocidas (Manhattan, Delitos y faltas...) pero han sido sus obras "menores", sus películas de fondo de catálogo desconocidas para el gran público las que realmente me han convencido de su genio. Allen es uno de los cineastas más grandes de la historia. Hace sólo unos meses ha vuelto a confirmarlo con otra obra "menor" maravillosa llamada Midnight in Paris. Realmente lo siento por todos aquellos que ven en Allen sólo un cliché envejecido. Ojalá siga dándonos películas así de menores durante muchos, muchos años más