Esta crónica del Sonorama llega con una semana de retraso. Podría decir que la felicidad derrochada en el festival me ha embriagado tanto que me he pasado la última semana atontado, flotando en una burbuja de recuerdos y añoranza por los momentos vividos. Podría decir que el agotamiento físico ha pasado factura y necesitaba una semana de descanso y restauración mental antes de ordenar las impresiones del festival. En el fondo, simplemente no he tenido tiempo y entre unas cosas y otras se me ha pasado ponerme a la tarea. Pero mejor tarde que nunca, así que ahí va la crónica FrankieFrankie del Sonorama.
Todo el mundo que ha ido al
Sonorama repite, y lo hace en base al argumento repetido como mantra por todos
los sonoritos (los sonorgásmicos también existimos, pero somos pocos y
exclusivos): el Sonorama es más que un festival. Y es cierto. Para bien y para
mal. Porque, para mal, el ambiente, el evento, el sentido de comunidad y la
cercanía del festival llevan muchos años ya tapando sus carencias musicales.
Lejos quedan los tiempos en que por estas tierras castellanas te podías
encontrar a Mogwai o Teenage Fanclub; el Sonorama actual está especializado en
“indie” español. Lo segundo no está entrecomillado porque no hay nada que
matizar: el Sonorama es un festival dedicado a promocionar música de la tierra,
y su labor en ese sentido es impecable e irreprochable. Lo segundo lleva
comillas por una razón: ese “indie” es la versión actual, modernilla y
gafapastista de lo que una vez se entendió como música independiente. El indie
de ahora es inofensivo, poperillo, falsamente transcendente y presuntamente
poético. Y en esa escena el Sonorama es la piedra angular: aquí los grupos
empiezan ganando fanáticos en la Plaza del Trigo, se consolidan en el escenario
principal y acaban llenando tres noches seguidas el Palacio de los Deportes
(véase Vetusta Morla; en próximas entregas, Supersubmarina e Izal). Al Sono le
falta sangre y mala leche, pero le sobra diversión y alegría.
Con el festival dividido como
siempre en dos entornos, las mañanas en el pueblo siguen siendo el fuerte del
festival. A mediodía uno ya está metido en la multitud, viendo litronas de
cerveza surgir espontáneamente y siendo manguereado religiosamente desde los
balcones para luchar contra el calor (aunque este año sólo aparecieron el
último día; hizo más bien frío). Por el escenario trampolín brillaron sobre
todos Los Nastys, curiosamente los
primeros en pisarlo. El grupo madrileño, de origen manchego, bautizó el
escenario con una buena dosis de punk sucio, garajero e insistente, que igual
podían sonar a los Stooges que a los Fall más desatados. Fue un buen preludio
para una sesión intensiva de wannabevetusta
que vimos circular por allí (Señores, Nunatak, Full) dónde sólo destacó Jacobo Serra, un chico risueño hacedor
de buen folk enraizado y añejo que ayudó a desperezar al personal la mañana del
viernes. Sin olvidar, por supuesto, a ese momento de teatro del absurdo
lisérgico-festivo de Belize, una
familia de tropecientos chavales imberbes de aspecto sospechosamente opusiano y
artífices de un pop tan tan tan tan blanco que te entran ganas de vomitar
arcoírises. Si a Jacobo Serra antes, y a Full después, la plaza los despidió al
grito de “Escenario principal”, Belize se marcharon con el gentío entonando un
sentido “Alabaré a mi Señor”. Al día siguiente la prensa los encumbró como la
revelación del festival. Definitivamente le echan algo al agua de Aranda en
esas fechas…
Cuando acaban los conciertos en
la Plaza del Trigo el ritual dice que el fiel sonorgásmico debe sentarse en
cualquier esquina acompañado de un bocata y un cachi de croquetas (o de lo que
guste; aquí todo se sirve en formato cachi. Y para beber, albóndigas…) y coger
fuerzas para darlo todo el resto de la tarde bailando frente al bus de Red Bull
o en el Café Central, donde la pincha (Estela, tan símbolo del Sonorama como
las bodegas o los disfraces absurdos) te pondrá todas las canciones que te
sabes de memoria, poniendo en peligro tu asistencia al recinto.
Porque el recinto está lejos y
los conciertos empiezan pronto, así que un servidor se dejó liar y acabó
perdiéndose SMILE, Sexy Zebras o Grupo de Expertos Solynieve. Sí llegué a
tiempo el primer día para ver a Australian
Blonde y su ChupChup; y de ahí a dos de los conciertos más extraños e
interesantes del festival: Morente Vive!,
un espectáculo dónde las hijas de Morente (Estrella
y Soleá) se hicieron acompañar de un grupo flamenco primero y de Los Evangelistas (oséase, Jota y Floren
de Los Planetas, Antonio Arias de Lagartija Nick y Eric Jiménez de ambos)
después para revivir parte del cancionero del genio granaíno resucitar el
legendario “Omega”). Y Toreros Muertos,
el grupo de rock coña que Pablo Carbonell lideró a principios de los ochenta y
que olía a vieja gloria recauchutada pero que sorprendió con un concierto
potente, entregado y obviamente divertido. El resto de la noche lo completaron
Dorian, Dinero y La Habitación Roja. Mentiría si recuerdo algo de los primeros,
entretenidos en el momento y totalmente olvidados un segundo después. Lo de La Habitación Roja es caso aparte:
grupo básico de la movida indie de los 90, han tenido la “suerte” de aguantar
lo suficiente como para capitalizar el tirón actual del género pero la
desgracia de hacerlo con sus peores discos. El resultado es un cambio
generacional en su público, ávido de oír los sinsentidos recientes que la banda
despacha con mucho gusto, olvidándose de su mejor cancionero (que sólo sonase
una canción de “Nuevos Tiempos” dice mucho, y poco bueno, al respecto). Al día
siguiente se redimirían…
El viernes era el día de Calexico, a pesar de estar programados
a una hora extraña y estar acompañados de bastante menos público del que la
ocasión merecería. Empezaron sufriendo el síntoma de cualquier gira: hay que presentar el nuevo
disco, aunque sea el más flojo de su carrera (como es el caso). El sonido
inmaculado mantuvo el interés, y a partir de la mitad por suerte se desataron
en aluvión de clásicos (Crystal Frontier,
All Systems Red, versiones de Alone Again Or y Corona) antes de un brillante final con una larguísima Güero Canelo entremezclándose con
retales de El cuarto de Tula. Sólo
otro grupo se acercó esa noche: La
M.O.D.A (Maravillosa Orquesta del Alcohol),
un porrón de burgaleses que desataron un rock primario y festivo que movió a
las masas y ayudó a bajar la enormérrima intensidad con que los señores de Supersubmarina nos habían cebado un
poco antes (por lo visto no vale con empezar con una canción que se vuelve
épica, dramática y bigger than life
en menos de cuatro minutos; hay que tocar quince más exactamente iguales. El
signo de los tiempos…).
El sábado, por el contrario, era
un día cargadito. La organización sabía que era el día de afluencia masiva y se
reservó a pesos pesados, para bien y para mal. En la parte buena, Mercromina dieron otro concierto
inmaculado recordando que son uno de nuestros grupos más importantes y únicos
de nuestra historia. Bigott nos
regaló otra interpretación delirante mezclando piezas de pop inmaculado entre
las cuales el personaje nos arrancaba las lágrimas por momentos; impagable el
preludio cuando salió, aún entre penumbras, a replicar a su manera lo que Xoel
López (que se marcó un concierto acústico, enorme para unos y cortavenas para
otros) hacía a la vez en el escenario principal. Y Berri Txarrak nos quitó las telarañas con un concierto sólido y
potente que mezcló el hardcore de sus
años mozos con el indie rock más directo de sus últimos discos. Nos despedimos
con Sidonie, que si bien han perdido
parte de la frescura de sus primeros años siguen siendo un grupo innegablemente
divertido y pegadizo en directo. Ah, bueno, también tocaron unos tales Vetusta Morla que congregaron a una
chavalada masiva en el concierto con diferencia más concurrido del festival.
Con todo el dolor de mi sensible corazón me lo perdí. Aproveché para visitar
los puestos de comida sabiendo que no habría nadie. No me arrepiento. No me
peguéis, porfi.
Y, antes de acabar, las
sorpresas. El Sono es un festival casi familiar donde los artistas se mezclan
con el público y todo el mundo se llevan también con todo el mundo que algunos
grupos acaban regalando conciertos sorpresas en los huecos que deja la
programación. Y los grandes triunfadores fueron, aquí sí, La Habitación Roja. Tras la maratón mañanera del viernes,
aparecieron en el escenario de la Plaza del Trigo para tocar las canciones de
su vida. O lo que es lo mismo, versionar a Bowie, The Cure, Joy Division, The
Smiths, R.E.M., The Stone Roses… Fue, por emotivo, por nostálgico y por
entregado el concierto más memorable del festival, el momento de auténtica
comunión buenrollista que el Sono siempre promete pero no siempre consigue. El
sábado parece que hubo otro similar con algunos de los artistas principales
(Zahara, Depedro, Xoel López) versionando canciones de otros (véase Que No, Turnedo, Mi Realidad…)
Este me lo perdí pero involuntariamente: tuve que salir a evacuar la cerveza y
no pude volver a entrar. Por primera vez en quince años de festival, Protección
Civil tuvo que hacer acto de presencia para limitar el aforo en una Plaza del
Trigo en la que no cabía ni otro quejido de Pucho. Se nos fue de las manos…
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