martes, 20 de marzo de 2007

Paris, Texas


Hay lugares donde las cosas que hiciste en el pasado parecen no importar, donde puedes volver a olvidar todo y empezar de nuevo. No son lugares mundanos, parecen pedacitos de otro mundo que por error han llegado al nuestro para reconfortar a los pocos afortunados capaz de buscarlos con suficiente dedicación como para encontrarlos, escondidos en medio de un desierto al que pocos se atreven a enfrentarse. Paris, Texas es uno de esos lugares. La gran obra maestra de Wim Wenders, aquella con la que se alzó con la Palma de Oro en el festival de Cannes de 1984 es, para empezar, todo un prodigio de la técnica cinematográfico, el perfecto ejemplo de cine como arte dirigido a los sentidos. La maestría de Wenders moviendo la cámara, la fotografía como siempre maravillosa pero nunca tan excepcional de Robby Müller y la música de Ry Cooder, tres genios reunidos y en perfecta conjunción, hacen de esta una película tan bella plásticamente que a veces parece escapar de las convenciones del propio cine. Nadie pinta paisajes como Müller, que hace aquí uso de una fotografía hiperrealista y sobria para traernos el colorido del desierto, de las luces nocturnas de las autopistas, de las puestas de sol y demás espectáculos de la naturaleza con una paleta donde el verde y el rojo parecen querer expresar tantos sentimientos como los propios actores, ofreciendo uno de los mejores trabajos de cinematografía que se han visto probablemente nunca en el cine. Nadie filma road movies como Wenders, el único capaz de transmitir con perfección la soledad y libertad que otorga la autopista con esos planos tan sutiles y elegantes que ya aprendía a usar en su gran obra temprana, Alicia en las Ciudades. Y Cooder, claro, y su solitaria guitarra tañendo como lamentos salidos del alma del pobre protagonista.

Por supuesto, para convertir todo lo anterior en una gran película también se necesita una historia que contar, y el maravilloso guión de (el actor) Sam Shepard no decepciona. Paris, Texas es la historia de Travis (Harry Dean Stanton), que tras cuatro años desaparecido aparece en medio del desierto de Mojave, en Texas, desorientado y deshidratado, y que acaba derrumbándose al llegar al primer reducto de civilización. Desde allí llaman al único número de teléfono que tenía en su cartera, que resulta ser el de su hermano Walt (Dean Stockwell), que se hizo cargo del hijo de Travis tras la desaparición de éste y de su mujer Jane (Natassja Kinski). Walt se dirige a buscarle y, tras la negativa de Travis a volar, emprenden la vuelta a Los Ángeles para reunir a padre e hijo. Travis se niega a revelar qué ha hecho durante todo ese tiempo, al principio ni siquiera habla, ni apenas come ni duerme, parece un alma en pena que sólo quiere huir y dirigirse a un lugar perdido en medio del desierto. Cuando al fin vuelve al mundo de los vivos y arregla las cosas con su hijo, decide salir a buscar a Jane e intentar conseguir que vuelva al lado del niño, el pequeño Hunter.

Stanton y Stockwell, dos de esos secundarios habituales que por fin tienen ocasión de brillar, están estupendos en sus papeles, pero es Natassja Kinski la que realmente deslumbra. Gran parte de la credibilidad del guión radica en su papel, y Kinski está perfecta como la fascinante mujer de Travis, de hecho nunca ha vuelto a estar tan turbadora y encantadora en la gran escena final en el “peep-show”, donde al fin se desvelan algunos de los misterios que rodean la vida de estos dos personajes, una escena de 15 minutos rodada en una habitación minúscula y sin apenas acción, sólo diálogos y la guitarra de Cooder de fondo, que debería ser estudiada como perfecto ejemplo de drama y de hasta que punto el cine es capaz de emocionar. Puede que no sea una película para todos los públicos, quizá tampoco lo necesita, para mí es simplemente una de esas películas en las que refugiarme cuando de verdad la angustia y la soledad parecen dominarme y un recordatorio de que el cine siempre está ahí cuando lo necesitas, para devolverte la esperanza y las ganas de vivir. Una maravilla.

Nota: 9,5


domingo, 4 de marzo de 2007

La vida de los otros


El laberinto del fauno es una buena película. Una gran película, incluso, una que ha logrado conciliar a crítica y público. Ha sido la película latina más taquillera de la historia en EEUU, y poco más o menos ha pasado por aquí. Ha logrado conectar con el público y muchos aficionados al buen cine. Por eso no era de extrañar esas numerosas reacciones de rechazo cuando la película de Guillermo del Toro perdió el Oscar a la mejor película extranjera a favor de la alemana La vida de los otros, gente clamando contra la injusticia de no haberse llevado un premio totalmente merecido. Por supuesto, pocos de esos se habían molestado en ver la película alemana, porque tras su visionado no puedes más que estar de acuerdo con la Academia, ya que la decisión de entregar el premio a la semidesconocida película germana ha sido una de las más justas de esta edición.

El primer film de Florian Henckel von Donnersmarck (vaya nombrecito) gira en torno a Gerd Wiesler, capitán de la Stasi (la policía secreta del régimen en la RDA, la Alemania oriental), un hombre extremadamente eficiente y comunista convencido, al que le encargan vigilar a una pareja de artistas, el escritor Georg Dreyman y la actriz Christa-Maria Sieland, sospechosos de disidencia política hacia el régimen bajo su fachada de conformismo y beneplácito hacia éste. Tras colocar micros por toda la casa, Wiesler se instala en la destartalada azotea del edificio en que reside la pareja, listo para monitorizar por completo su vida en busca de cualquier indicio de inconformismo político. Mientras los observa empieza a empatizar con ellos, a rellenar los vacíos de su vida con la de los otros y, en última estancia, a intervenir en esas vidas ajenas. También descubre que la operación respondía únicamente a los caprichos personales de un alto mandatario gubernamental, a partir de lo cual empieza a cuestionarse, si bien no sus principios políticos, quizá sí la validez del régimen, de la dictadura del proletariado, que parece olvidar a estos a favor de unos pocos privilegiados.

La vida de los otros funciona en dos planos bien diferenciados. Por un lado está el obvio mensaje político, el estudio (nada subjetivo ni panfletario, y ahí está uno de sus logros) del sistema autoritario de la RDA y de las posibles causas de su fracaso social; por otro, y es éste el más profundo, es un viaje a la mente de un hombre gris y obediente que comienza a plantearse si entregar su vida a un sistema y a unas ideas políticas es algo válido, si la vida es quizá algo más importante que eso, si, como le “cuentan” los dos artistas a los que observa, la única razón lícita para entregar tu vida sea sólo el amor, ni siquiera el arte, algo cuyo significado nunca ha conocido pero que irá aprendiendo poco a poco, en las conversaciones de los otros, en los libros que cuidadosamente coge de la casa de los observados o en el momento en que decide tomar partido. En este plano, la película se transforma de un film interesante a una obra hermosa y emotiva, a lo que ayuda mucho el precioso estilo formal, con una factura técnica soberbia. Con algún parecido a la obra del primer Wim Wenders, la película progresa lentamente, con sutiles movimientos de cámara, una elegante música de corte clásico y un montaje que intenta fundir en uno las vidas del agente y del artista. Es lenta, pero no pesada: sus dos horas y cuarto de duración pasan rápido, gracias al poder de absorción de la historia y de algunas ligeras gotas de humor que ayudan a relajar un poco la angustia de la historia. Y, aunque no pueda hablar más de ello ahora, el final es precioso, una especie de epílogo a la obra que la completa y la hace casi perfecta. Una gran película, en definitiva.

Nota: 8,8