martes, 17 de abril de 2007

Heart of Gold


Los documentales vuelven a estar de moda. Ya sea con extraños productos o frikadas en general como Capturing the Friedmans o Tarnation, y con blockbusters de la talla de Bowling for Columbine o Una verdad incómoda, el género parece vivir un ligero resurgir al que por supuesto se ha añadido el musical. Películas como The Fearless Freaks (sobre los Flaming Lips) o I Am Trying to Break Your Heart (sobre Wilco) también han llevado la música a las salas de cine, pero aún así eran más documentales que películas de conciertos, género que vivió sus esplendor a finales de los 70 y principios de los 80 y que hoy ya parece relegado al DVD comercial. Por suerte andaba cerca Jonathan Demme (ganador del Oscar por El silencio de los corderos y director de una de las mejores películas musicales que se han hecho, Stop Making Sense, en la que retrataba un concierto de los Talking Heads). Demme es amigo de Neil Young desde principio de los noventa, cuando le filmó en The Complex Sessions. Y Young, recuperado de su reciente aneurisma cerebral, tenía nuevo disco (Prairie Wind) listo para presentar en directo en el Auditorio Ryman de Nashville, la capital del country, de lo que anda sobrado ese álbum.

Así que Heart of Gold es poco más que la película de aquel concierto, en que Young interpreta al completo su nuevo disco. La verdad, el álbum es un poco irregular, y anda a años luz de sus mejores años, pero es un gran disco, y en directo suena inmejorable, acompañado por una banda de músicos casi ancianos vestidos a lo vaquero e interpretando su country-rock como si la música no hubiese cambiado desde 1973. Sé que asusta un poco, sólo son una panda de abueletes tocando música del siglo pasado. Bueno, me compadezco de aquellos que piensen eso, porque se están perdiendo una auténtica joya. No es sólo la música lo que brilla, sino la aproximación a ella que realiza Demme. Es uno de los conciertos mejor rodados que he visto, un alarde de belleza y sobriedad visual que huye del efectismo y la espectacularidad que no dejan de vendernos hoy en los productos de este tipo. La cámara suele permanecer quieta, acercándose al rostro de los protagonistas en lugar de a sus instrumentos, dejándose expresar a través de sus ojos: de la complicidad entre Young y su esposa Pegi, también en el escenario; de la admiración que aparece en los ojos de Diana DeWitt al mirar de reojo a Neil mientras interpretan Prairie Wind; de cómo se iluminan cuando Young habla de su padre... Cuando acaba una canción la pantalla funde en negro para retornar con la imagen de Neil Young sobre el escenario, con un impecable traje blanco, su sombrero y su vieja guitarra (la misma con la que Hank Williams actuó por última vez en Nashville, la misma con que compuso Heart of Gold o Old Man), o se sienta al piano sobre un fondo compuesto por los violinistas que le acompañan, siempre inundado en tonos amarillentos, áridos y melancólicos como la propia música. Es una película que consigue emocionar sin apenas diálogos, aunque las pocas veces que hacen acto de presencia suelen reclamar su protagonismo (los devotos del canadiense se deleitaran oyendo a la explicación de a quién está dirigida Old Man o las anécdotas de la infancia del mito). Y, en su parte final, es casi una celebración. Acabados los temas del citado Prairie Wind, el escenario se llena de clasicazos como I Am a Child, The Needle & the Damage Done o Heart of Gold (¿cuantas veces ha aparecido ya?) y finalmente el film se completa y adquiere todo su significado.

Como The Last Waltz, aquella mítica obra de Scorsese que retrataba el último concierto de The Band, esto es más que un concierto, es un homenaje a una década, a una generación de artistas únicos y a toda una forma de concebir la vida y el arte. Son sólo unos abueletes tocando música del siglo pasado, pero estos adorables ancianitos nos dan toda una lección de vida lejos de la artificialidad que impera hoy en día, una lección de naturalidad y humildad usando como medio la obra de una de las figuras más grandes de la música contemporánea. Muy buena.

Nota: 8,5

jueves, 12 de abril de 2007

Hijos de los hombres


Londres, noviembre del año 2027. Un puñado de gente se arremolina en una cafetería del centro para ver la noticia del día, la muerte de la persona más joven del mundo en una pelea con un fan, a los 18 años. Theo (Clive Owen) pide un café, sale de la cafetería y se para a tomárselo a escasos metros de allí. De repente el local salta por los aires, y entre el polvo y el humo la cámara sólo acierta a ver a una mujer aturdida con su brazo en la mano.

Con un principio similar, está claro que la nueva producción del mejicano Alfonso Cuarón no va a ser una película convencional. Basada en una novela de PD James, Hijos de los Hombres nos sitúa en un futuro cercano de perspectivas apocalípticas. Los humanos son estériles, no ha nacido ninguna persona en los últimos 18 años así que la humanidad, sin esperanza, se entrega al caos y la violencia. Sólo Gran Bretaña ha conseguido mantener el orden, gracias a una política autoritaria y militar, lo cual produce una avalancha de inmigrantes a sus costas, que aplacan con una durísima y cruel política inmigratoria según la cual los inmigrantes son despojados de sus derechos humanos, enjaulados o masacrados sin ningún reparo. En medio de este panorama aparece Teo, antiguo activista antisistema reconvertido a gris burócrata al que la muerte de su hijo años atrás parece haberle arrebatado las ganas de vivir, una persona cansada y desesperada que apenas disfruta con pequeñas cosas como la compañía de su amigo Jasper (Michael Caine, en un papel impagable), que vive en una pequeña casa oculta en el campo y se gana la vida pasando maría de una plantación privada. En medio de su rutina aparece Julian (Julianne Moore), antigua pareja de Teo y líder de un grupo, considerado terrorista por el gobierno, que lucha por igualar los derechos de los inmigrantes a los de los ciudadanos británicos, y que le pide a Teo que ayude a Kee, una joven inmigrante negra, a llegar hasta la costa para coger un barco, misión que se torna vital para Teo cuando descubre que Kee está embarazada, lo cual la convierte en la gran esperanza para la raza humana.

No es esta una película normal. La premisa del argumento es brutalmente simple, y en ningún momento la película parece profundizar en ningún tema. Diálogos vacíos, situaciones rutinarias y en ocasiones cómicas (“¿Quién es el padre?” “Nadie, soy virgen...no, es broma, pero sería la bomba”) que son sólo excusas para transmitir un mensaje menos evidente pero más profundo. Sin contar nada explícitamente, la película te deja helado mostrando a inmigrantes enjaulados franqueando el camino de Teo a su trabajo, en las caras desoladas de todos los personajes y figurantes que aparecen en plano, en la recreación de los “campos de refugiados” en que viven los inmigrantes, inspirados en los guetos judíos de la Europa tomada por los nazis, las fosas comunes de las que sobresalen los cadáveres carbonizados de inmigrantes exterminados. La han acusado de ser insustancial y vacía, pero también bella, y sobre lo último no hay duda. La maravillosa fotografía de Emmanuel Lubezki, en la que la luz apenas puede emerger en la atmósfera lúgubre y gélida, el magistral uso del plano secuencia, el diseño de producción, la música...es todo perfecto y te sumergen de pleno en la vida de los personajes, haciéndote vivir y sufrir (especialmente lo segundo) como uno de ellos. Y, extrañamente, lo que más acaba transmitiendo es optimismo y ganas de luchar por un mundo mejor, para evitar a toda costa que en algún momento nuestro mundo llegue a ser como ese mundo. Hijos de los Hombres pertenece a esa rara especie de películas de ciencia ficción que aprovechan las posibilidades de hablar de un futuro cercano e incierto para tratar el presente y la realidad actual. Como la maravillosa Brazil de Terry Gilliam, su mundo futurista es más una advertencia de lo que puede pasar si seguimos viviendo como hasta ahora que una fantasía. Probablemente la mejor película del año 2006.

Nota: 9,2


lunes, 2 de abril de 2007

Magnolia


San Fernando Valley, California, 1999. Jimmy Gator está dispuesto a acabar con su vida. Hundido en los remordimientos de las mentiras y atrocidades que cometió en el pasado, solo, rechazado y abandonado por su esposa y su hija, Jimmy saca su pequeño revólver de un cajón y se apunta a la sien, decidido a apretar el gatillo. Cuando va a disparar, una rana que cae del cielo atraviesa la claraboya que hay sobre Jimmy e impacta sobre el arma en el momento exacto del disparo, desviando el cañón del arma lo suficiente como para que la bala no le alcance, y salvándola la vida. ¿Coincidencia? ¿Azar? Bueno, esas cosas pasan...

Como ya anuncia su excelente prólogo, Magnolia trata sobre las coincidencias. O no. Más bien trata sobre las cosas extrañas que pasan, y otras no tan extraños, los sentimientos y las reacciones que rodean nuestra vida. Localizada durante un día cualquiera en una ciudad cualquiera, la película sigue la vida de un buen puñado de personajes, cada uno con sus problemas, sus traumas y sus miserias, y cuya aparente falta de relación entre sí va poco a poco desvaneciéndose. Tenemos un productor de televisión moribundo que le pide a su enfermero que localice a su hijo, con el que lleva cerca de 15 años sin hablar. Tenemos a su mujer, joven y atractiva, que se casó con él por dinero y ahora, incapaz de aceptar su culpa, se dedica a sumirse en un mar de calmantes. Está el presentador del programa de televisión más exitoso del moribundo productor, aquel en que en los 60 destacó un niño prodigio ahora convertido en adulto fracasado, a punto de perder su empleo. También tenemos a un nuevo niño prodigio, explotado por su padre para ganar dinero en el concurso. Tenemos a la hija del presentador, adicta a la cocaína y huidiza. Y tenemos a un policía maduro y bienintencionado incapaz de rehacer su vida sentimental desde su divorcio.

Con ese mosaico de vidas cruzadas, ligero homenaje a Robert Altman, Paul Thomas Anderson vuelve a maravillar con una película compleja, deslumbrante y demoledora sobre la naturaleza de los sentimientos humanos más profundos. Siguiendo el camino que ya marcó con la película que le dio a conocer, la también fabulosa Boogie Nights (1997), Magnolia es una película épica e intensa a lo largo de sus tres horas de duración, pero también divertida y sorprendente. A pesar de su largo metraje, en ningún momento se torna aburrida, gracias a esa estructura de varias historias que hace que no se centre nunca mucho tiempo seguido en ninguna de ellas, y gracias a su dirección dinámica y espectacular, con sus largos planos secuencia y su buen uso de la música, que por otra parte es también muy notable, con un bonito score orquestal del siempre sólido Jon Brion y una serie de canciones “pop” compuesta e interpretadas para la ocasión por Aimee Mann. Por supuesto, las actuaciones, como en las películas corales de Altman, son soberbias. Usando básicamente el mismo reparto de Boggie Nights (esto es Julianne Moore, John C. Reilly, Philip Seymour Hoffman, Philip Baker Hall, William H. Macy y Luis Guzmán), y añadiendo a Tom Cruise, Jason Robards y Melora Walters, el resultado es realmente impresionante, con los más consagrados (Robards, Moore, Baker Hall, Macy) tan soberbios como acostumbran, y los menos duchos demostrando que también saben actuar (Cruise ofrece su mejor interpretación... bueno, quizá su única interpretación, Jerry Maguire aparte...). En definitiva, aunque quizá no sea tan sorprendente como su anterior obra, y aún siendo quizá incómodamente larga, Magnolia es una gran película, y la confirmación de Paul Thomas Anderson como uno de los talentos más brillantes del nuevo Hollywood. Muy digna de ver.

Nota: 8,4