lunes, 23 de julio de 2007

Drugstore Cowboy


Ay, Gus. Visto cómo evoluciona tu carrera parece que, en el futuro, la gente sólo recordará tu nombre por el triste remake de Psicosis o por tus últimos y algo cargantes experimentos sobre la vacuidad (por decirlo suavemente). Como mucho, alguien te recordará por la simpática El indomable Will Hunting. Pero nada más.Y es que ya nadie se acuerda que un día, hace más de una década, fuiste una de las puntas de lanza del entonces incipiente cine independiente americano. Todo por un sueño y Mi Idaho privado son dos películas estupendas, pero con este Drugstore Cowboy realmente tocaste el cielo.

Drugstore Cowboy, segundo y capital film de Gus Van Sant, narra la vida de una banda de cuatro yonquis que se dedican a mantener su adicción atracando farmacias por el noroeste americano, a principios de los setenta. Bob (Matt Dillon), Diane (Kelly Lynch), Rick (James LeGros) y Nadine (Heather Graham) viven constantemente acosados por la policía, con lo que deciden huir de su Portland natal y probar suerte en el interior, soñando con un gran golpe en algún hospital, pero las cosas no siempre salen bien, y empiezan a replantearse si realmente les compensa su vida de adictos. Y no, no se trata de una película moralista sobre las drogas, ni mucho menos. El mayor acierto del film es precisamente la ausencia de juicios de valores sobre la conveniencia de la vida de unos y otros, y se dedica a exponer fiel y crudamente estas vidas, y cómo estos yonquis ven generalmente negado su sitio por la mayoría de la sociedad. Dillon, genial, encarna la esperanza de alguien que sólo busca intentar vivir su vida de la mejor forma posible, sin molestar a los demás, pero que ve la imposibilidad de hacerlo ante el acoso de un abusivo agente de policía obsesionado con acabar con su carrera delictiva. También aparece por ahí el poeta beat William S. Burroughs, en un impagable papel como viejo sacerdote drogadicto rechazado por sus hábitos y que ofrece una de las reflexiones más lúcidas sobre la droga que se han visto en el cine.

Antes de crear impresiones equivocadas, debería puntualizar que esto no es una película sobre yonquis al uso. Aquí no hay personajes demacrados viviendo entre la mugre del suburbio de una gran ciudad. De hecho, lo único inverosímil sea el eso. Los yonquis nunca fueron tan guapos. No es un film realista sobre las drogas, sino más bien una reflexión sobre gente apartada de la sociedad que la empareja directamente con películas añejas como Malas tierras o Cowboy de medianoche que con cualquier película sobre adictos. Y si no llega al nivel de aquellos films míticos es por pequeños fallos estilísticos debidos a su época (era 1989, la estética por entonces se ve hoy demasiado obsoleta, y eso se nota aquí sobre todo en la música y en la elección de algunos planos un tanto estridentes, aunque el estar ambientada en los setenta nos libra al menos del vestuario hortera que se gastaba en el 89). Aparte de eso, es realmente una película excelente, la mejor de Van Sant y una de las imprescindibles de la primera hornada de cine indie norteamericano. Muy, muy buena.
Nota: 8,5